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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Las cosas como ya no son

Es un ente tan vivo, la ciudad, que no sólo crece y muere, sino que se transmuta y varía, conservando remotos genes que pierden importancia y acaban tenue y calladamente diluidos. Hasta cambia el aspecto, la talla, el talle y la indumentaria de sus habitantes. Nos parece normal la expansión, hacia todas las direcciones, de los núcleos satélites, absorbidos los antiguos municipios, que no se saben si ascienden o desmerecen, al convertirse en barrios. Ese forastero que llevamos dentro se sorprende, más de la evolución interna que de la desmesura periférica. Los nuevos distritos se parecen a todas las afueras de cualquier gran capital: rascacielos, cemento, asfalto y un festón multicolor de automóviles junto a las aceras, último toque urbanístico. Las casas se construyen, llegan los moradores en coche y lo dejan aparcado, como parte del paisaje, estáticos chirimbolos individualizados, cadena interminable que cerca la colmena. Los flamantes suburbios parecen edificados la noche anterior por un diablo frenético, y esperan la cédula, de identificación, la carta de ciudadanía.

La parte vieja, si no la original, la que conocimos las generaciones supervivientes, enseña la variación, la metamorfosis, la mudanza, la novedad; lo que aparece, lo que sustituye, lo que ya no es. En el Madrid que habitamos los mayores hubo cosas que el tiempo se ha llevado. Ya no hay carbonerías donde ir por la leña o el cisco del brasero; apenas se percibe en la memoria del olfato el olor, casi fetal, de las vacas estabuladas en calles céntricas. Resisten -mientras vivan los dueños- algunas panaderías que perfumaban las mañanas (hoy, como si fuera morbo vergonzante, se importa, congelada, la masa del pan nuestro de cada día, sin fragancia, sabor ni fecha). De pronto desaparece el estanco que alegró una fachada con su reclamo chillón, rojo y amarillo. Gotean hacia el traspaso, que es el morir, las tiendas de ultramarinos finos y productos coloniales; aguantan, con cierta condescendencia, algunos cafés, en esta ciudad que los tuvo como apéndice, complemento y, en ocasiones, sustituto del hogar de los bohemios. O las reputadas ferreterías, hoy panteones de la quincalla que ya no se fabrica. Ya hemos hablado aquí de la progresiva extinción de las mercerías. Y es hecho, también cierto, que la feliz invención de la taberna ha evolucionado y los albañiles no pasan por ellas, a primera hora, para matar el gusanillo con un lingotazo de orujo o de machaquito.

En España, en Madrid, bebemos casi tanta cerveza como en Alemania, Bélgica u Holanda, aunque se perdió el carácter genuino que singularizaba aquellos lugares, donde los bocks se contaban por el número de fieltros junto a la sed del consumidor, algunas hebras de mojama y las cáscaras de los cangrejos de río, que parecen exterminados para siempre.

El panorama metropolitano ofrece ahora una sucursal bancaria en cada esquina, proliferación de boutiques, en las que no destaca la aptitud de las dependientas; insinuantes ofertas de lencería femenina, sustitución de las aflictivas corseterías. Muchos, muchísimos escaparates, exhiben costosas alhajas, relojes abrumados de diamantes, esmeraldas aprisionadas en platino (según discretas observaciones, el madrileño no se detiene ante las deslumbrantes vitrinas y la madrileña echa un vistazo al pasar, pensando en otra cosa). Incontables propuestas anticuarias, como si todos los antepasados se hubieran desprendido de pingües tesoros muebles. Abundan los despachos de óptica, que convierten las gafas, anteojos y antiparras en aderezos (inciso, aunque conocido de bastantes: Tono, Mihura, uno de los dos, comentaba que le habían extirpado un cálculo del riñón, tan grande, que se leía: "Ulloa, óptico". La sierra madrileña inventó, sobre sus rocas, la publicidad exterior).

Declinan, en cambio, los videoclubes, por saturación; y los sex-shops por hartazgo, quizá. Florecen los sitios donde se fotocopia todo, en blanco y negro, en colores; libros, facturas, apuntes escolares, sin dar paz a las máquinas reproductoras. Cualquier día llevaré un billete de 10.000 pesetas, que pediré prestado, para que me hagan algunos facsímiles.

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Son novedad las expendurías de café, sólo café, café sólo, como con tanto arte lo sirven los italianos.

Es el gran cambio sigiloso en la ciudad, con los islotes de los grandes almacenes, donde hay de todo, más que en botica. Y el ingrediente de la gente advenediza, antes desconocido, salvo aquella extraña remesa de chinos que, en los tiempos de mi adolescencia, vendían por las calles, "colares a peleta". Gargantillas, collares, cuentas de vidrio ensartadas, una peseta la unidad. Hubo quien se alarmó ante el "peligro amarillo" del cual eran la solapada descubierta.

Las calles, los autobuses, el metro, los comercios, van tiñéndose con las familiares figuras de negros, moros, chinos, mestizos, marea que envanece la reciente índole de una ciudad, abrigo de emigrantes. Muchas cosas se fueron con María Sarmiento. Otras han venido, nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están.

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