La feria fantasma
GATOMAQUIAS
Los feriantes se dieron prisa en desmontar sus barracas de la pradera de San Isidro. En la ribera del Manzanares, junto al estadio del Atlético, y en el parque de la Arganzuela sobrevivieron malamente unos días algunas atracciones, pálido reflejo de las verbenas de antaño. Claman en el desierto las voces broncas y rajadas de los locutores de las tómbolas. Los feriantes encerrados en este mínimo gueto junto al campo de fútbol contemplan con desganada ironía la alambrada que marca un minirecinto ferial infantil montado por la familia Gil como franca y desleal competencia a estos profesionales de la trashumancia. En la miniferia de Gil las cosas tampoco marchan bien; media docena de niños corretean de un lado a otro simulando divertirse para no decepcionar a los adultos que les acompañan. Del otro lado de la acera, un niño llora porque quiere montarse en una noria que no existe. Es una feria cutre, no por la categoría de las atracciones que concurren, sino por la ausencia de otras que suelen acompañarlas en cualquier feria de pueblo. Fragmentada y marginada, la verbena de San Isidro agoniza en vísperas de las elecciones municipales. En las vallas que delimitan el recinto campan los cartelones publicitarios de sonrientes candidatos que dan la espalda a los feriantes.En las primeras horas de la noche del jueves algunas atracciones permanecen cerradas. Está cerrada, por ejemplo, la barraca del tiro fotográfico, que invita a retratarse disparando al corazón, más bien al seno izquierdo, de exuberantes artistas de Hollywood silueteadas. El tren de la bruja hoy saldrá con retraso, si es que se presentan pasajeros, y casi no se reconoce en el aire el característico aroma de fritanga, de churro y de pincho moruno, pues hay muchos fogones apagados y muchos camareros inactivos detrás de los mostradores, avizorando las mesas vacías con sus manteles de cuadros. Hoy en la feria se vive en familia, los únicos clientes de los bares son los mismos feriantes que comentan en corro las miserias de esta verbena desgraciada y se consuelan con mejores perspectivas en otras localidades. Para colmar el vaso de sus desgracias, subraya un veterano, la muerte de Lola Flores ha dejado a los gitanos, que suelen ser los más rumbosos y entusiastas clientes de la verbena, de luto y con pocas ganas de juerga.
Tras el forzoso letargo invernal, los feriantes no han visto todavía este año el horizonte despejado y se quejan de los impuestos y los gravámenes, de los papeleos burocráticos, de los permisos y las revisiones, de su largo calvario de marginados que han de acampar muchas veces en terrenos carentes de unos mínimos servicios y pechar con la hostilidad o la desconfianza que sienten hacia toda clase de nómadas los que eligieron una vida sedentaria y pautada.
Este año Madrid, cuyas ferias y verbenas fueron famosas y paradigmáticas, ha cerrado sus puertas a los feriantes. Cuando se apagan las luces junto al Manzanares, la verbena parece precario campamento de refugiados, campo de concentración urbano para esta raza asilvestrada y superviviente que se nutre de alimentar las alegrías y las nostalgias ajenas.
Los nuevos modelos lúdicos-festivos de los ayuntamientos de las grandes ciudades proponen la creación de parques estables de atracciones, megaparques al estilo de Disney o de Port-Aventura, que son el equivalente de los fastfood, de la hamburguesa y la pizza frente al pincho moruno y el chorizo a la sidra de las verbenas. Las ferias trashumantes cada vez tienen más dificultades para asomarse a las grandes ciudades. Madrid es ahora paradigma de esta nueva actitud grandilocuente y con frecuencia especulativa que favorece a las grandes empresas y consorcios frente a las mínimas empresas familiares de los trotamundos. Las nuevas tecnologías y las nuevas iconografías prestadas por el cine y la televisión, que minaron ya las viejas tradiciones circenses, han puesto cerco a los campamentos de los nómadas. Las ferias trashumantes se han modernizado incluyendo nuevos y diabólicos aparatos donde los jóvenes pueden ser estrujados, centrifugados y agitados hasta el mareo al compás de los ritmos más estridentes y cegados por las luces estroboscópicas. Pero junto a estas deslumbrantes y vertiginosas maquinarias se siguen agrupando las modestas casetas del tiro al blanco, las pistas de los coches de choque y los tinglados pretecnológicos que invitan a remachar un clavo a martillazos y a golear a un portero de madera impertérrito ante el panalti. Los robots aún no han dicho su última palabra.
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