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FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE Contra ciertas formas de tolerancia

Puesto que nos lo pide la ONU, hablemos de tolerancias, pero, antes de recomendarla o de procurar practicarla, conviene que aclaremos las ideas y sepamos de qué hablamos, porque hay ciertas formas de tolerancia detestables que debemos identificar para no incurrir en confusiones que acaben fomentando viejos demonios ya superados.En un principio la tolerancia, o quizá fuera mejor decir la intolerancia, tuvo que ver con la religión y, dentro de este universo, más con la verdad religiosa definida dogmáticamente como tal que con la religión como vivencia. Desde la verdad absoluta no es posible aceptar como interlocutor al error. Desde la virtud y la bondad, ¿cómo transigir con el mal y el pecado? Lejos de la tolerancia, se impone la necesidad no sólo de combatir en abstracto las ideas y creencias falsas y perversas, sino también la de perseguir al hereje para que deje de serlo, es decir, la de convertirlo y propagar la fe para introducirla en la conciencia de quienes tienen otra o ninguna.

El binomio religión-intolerancia no es inseparable. Ni siempre ni en todas las religiones positivas a lo largo de sus respectivas historias se ha dado esa simbiosis. Recordemos el Toledo del siglo XIII o el penúltimo Sarajevo. El problema nace si a la verdad absoluta se une el poder político como respaldo e instrumento de aquélla. Es entonces cuando surge la sociedad intolerante, santa en su intransigencia, convencida de su derecho a combatir al otro, sea éste hereje desgajado de la propia fe o creyente de otra o descreído silencioso.

Cuando Locke, en el siglo XVII, escribe su Essay concerning toleration (1667) o sus cuatro y sucesivas Cartas sobre el mismo tema, establece los fundamentos de la separación entre las Iglesias y el Estado. Si una Iglesia es una sociedad voluntaria y libre, no tiene derecho a imponerse por la fuerza a nadie. La Iglesia es una realidad institucional distinta y separada del Estado. La sociedad política no está instituida para otro fin que el de asegurar a cada hombre la posesión de las cosas de esta vida. El cuidado del alma de cada hombre y de las cosas del cielo, que ni pertenece al Estado ni puede serle sometido, es dejado a cada uno. La religión es cosa del cielo, cosa privada. En Locke no hay tantouna defensa profunda de la libertad de conciencia, puesto que no considera, por ejemplo, que la tolerancia deba extenderse a quienes niegan la existencia de Dios, sino una clara convicción de las ventajas derivadas de la tolerancia en orden a la pacífica vida dentro del Estado. No es la diversidad de opiniones, sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente, lo que ha producido todos los conflictos y guerras. "Tolerémonos" significa para Locke "vivamos enpaz". Mientras Locke defiende esa tolerancia vinculada al pactismo como visión del Estado, al pragmatismo como conducta ventajosa y a la libertad como fundamento todavía imperfecto, en España actúa el Santo Oficio de la Inquisición, dentro de una sociedad idealmente construida sobre los principios y creencias de la Contrarreforma. La tolerancia imperfecta es mucho mejor que la intolerancia perfecta.

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Un siglo después, podríamos repetir el ejemplo de lo que pasaba fuera y dentro de España fijándonos en el Tratado de la tolerancia (1763) de Voltaire. La tolerancia como remedio del fanatismo. "Es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia". Por aquellos mismos años, un amigo español de Voltaire, don Pedro de Olavide, es procesado y condenado por la Inquisición (1775-1780), debilitada ya, pero intolerante por esencia.

El Estado liberal en España no logró implantar ni la libertad religiosa ni siquiera la tolerancia. Los liberales de Cádiz, a pesar de la influencia de la Ilustración y del utilitarismo de Bentham en muchos de ellos, aprueban en la Constitución de 1812 un artículo en el que se asegura que "la religión católica, apostólica y romana, única verdadera, es y será perpetuamente la religión de todos los españoles", para añadir a continuación que la nación la protegería por leyes sabias y justas y prohibiría el ejercicio de cualquier otra. La cursiva es mía, la intolerancia liberal -si se me permite la contradicción terminológica, ya que la real existió- fue suya. La Inquisición se abolió definitivamente en 1834. Pero lo que tanto dura deja huella.

Durante el siglo XIX, el simple tolerantismo en materia religiosa se combatió con éxito. Solía pensarse, no sin razón, que iba unido a un temido democratismo, a un espíritu del siglo que sembraba libertades e igualdades, al menos en la teoría, donde en la sociedad anterior y añorada por muchos sólo había defensa de la ortodoxia y de la diferencia.

Es ahí donde se inserta la castiza tolerancia española. La que yo detesto. Es la tolerancia como concesión desde la verdad. Es la tolerancia como necesario mal menor. Poco más o menos al mismo tiempo que J. S. Mill establece (On liberty, 1859) los fundamentos filosófico-políticos de la libertad de conciencia como derecho irrenunciable que los poderes del Estado deben respetar, en España, Balmes acepta cierta tolerancia inevitable, pero subraya que sólo se tolera lo que es malo o falso, no la Verdad ni el Bien. No todas las opiniones son iguales, ni todas las creencias igualmente respetables, ni cabe la tolerancia recíproca. La tolerancia es un acto de generosa condescencia de quienes están en posesión de la Verdad.

La tolerancia como concesióngraciosa se traslada durante la sociedad española de la Restauración al ámbito de las virtudes privadas en clara pugna con la más santa intransigencia. Es la tolerancia como gracia generosa que desciende desde las virtuosas alturas del "poseedor de la verdad" hasta el nivel terrestre del pecador o del equivocado. Pero quizá es más lógica la intransigencia. Doña Perfecta y María Egipciaca, la mujer de León Roch, ion dos heroínas galdosianas intransigentes. "La verdad no puede transigir con el error", ni siquiera cuando el error está en boca de tu sobrino o de tu marido. Doña Perfecta no es tolerante. Quizá por eso es perfecta. En la literatura y en la realidad hubo muchos más personajes como éstos y no sólo durante la España de la Restauración, sino en décadas sucesivas hasta llegar a las vísperas del presente que vivimos. Y junto a ellos, quienes practicaban una tolerancia como regalo virtuoso a quien no tenía derecho a recibirla, como gesto magnánimo y humillante.

Esa tolerancia antipática, hecha de desdén y superioridad, duele a quien la recibe porque se siente tratado como un ser inferior que no merece lo que el virtuoso tolerante le ofrece graciosamente como fruto de su bondad. Es la "tolerancia represiva" de la que ha hablado Marcuse: la única conocida en nuestro país durante demasiado tiempo.

Se toleraba el error religioso; se toleraban ciertas formas de pecado, y a tal efecto se permitían las llamadas casas de tolerancia; se toleraban, después, ciertas películas que, siendo "malas", caían dentro de un condescendiente margen de tolerancia, como se tolera el dolor si no es muy intenso.

En el campo de las libertades de opinión, la muralla de intransigencia en la que se incrustaban pequeñas e imprevisibles bolsas de libertad tolerada fue consustancial al régimen franquista, en el que siempre fueron difusos los contornos entre lo político, lo religioso y lo moral. ¿Qué moral? Una muy amplia y autoritaria que abarcaba desde las cuestiones fundamentales hasta el detalle trivial. Ilustremos la trivialidad.

Me estoy viendo a mí mismo, junto con otros muchachos, jugando al fútbol en la playa valenciana de Nazaret hacia finales de

Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho.

Contra ciertas formas de tolerancia

los años cuarenta. Sólo llevamos pantalón de baño. Las camisetas, amontonadas, representan los postes de las porterías. De pronto, una voz nos avisa: "¡Que viene la moral". Dos guardias de la Policía Armada, dos grises, avanzan hacia nosotros a caballo. Ellos son "Ia moral". Corremos todos hacia las camisetas y nos vestimos de cintura para arriba cumpliendo las ordenanzas playeras. Todos menos uno: un muchacho permanece de pie junto al balón. Pasan a su lado losguardias. Lo miran y no le dicen nada. Disimulan. Toleran su desnudez antirreglamentaria y, desde luego, inmoral. No sé si aquel adolescente practicó un consciente gesto de desafío, o si, más sencillamente, no tenía allí su camiseta. Da igual. A la semana siguiente, repetida la escena; otros muchachos imitarían su gesto, poco heroico pero no inútil, y la minúscula parcela de libertad tolerada se iría convirtiendo en libertad conquistada, aunque insegura y reversible entonces.Habiendo vivido entre las intransigencias practicadas desde el poder y desde la sociedad ortodoxa, y la tolerancia entendida como actitud hecha de displicencia, disimulo y compasión, muchos españoles hemos de vencer un impulso contrario a esta palabra, a este significante hoy recomendado, pero que, para ser admitido en una sociedad democrática e incluso como valor propio de un Estado de derechos, tiene que cambiar de significado. Si hoy tenemos libertades que son derechos fundamentales, ¿qué sentido tiene la tolerancia?

Hoy la tolerancia, para ser, tiene que ser otra cosa. De ella habrá que hablar bien otro día.

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