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Tribuna:DEBATES
Tribuna
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"De los símbolos a los resultados

¿HAY QUE MODIFICAR EL IRPF? El impuesto sobre la renta centra estos días la atención de los ciudadanos, porque estamos ante el examen anual de la liquidación del mismo y porque ha irrumpido en la campaña electoral al conocerse la propuesta completa del Partido Popular. Casi veinte años después de su puesta en marcha, se plantea la posibilidad de modificar susutancialemente el IRPF. Las opiniones de Enrique Martínez Robles, secretario de Estado de Hacienda, se contraponen a las de Jaime García Añoveros, catedrático y ex ministro de Hacienda con UCD. Como contrapunto ofrecen su visión José Victor Sevilla, inspirador de la reforma Ordóñez, y José Manuel González-Páramo, también catedrático de Hacienda Pública.

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En 1983, la media del tipo impositivo marginal sobre las rentas más elevadas en los países de la OCDE era del 58%. De estos 24 países, 17 tenían un tipo marginal máximo superior al 50%. Hoy sólo, siete están en esta situación, ocupando España lugares de cabeza. La media de tipos marginales máximos ha descendido hasta el 3%. Pese a ello, el impuesto ha aumentado ligeramente su capacidad recaudatoria hasta el 11,5% del PIB, debido en parte a la ampliación de las bases y a la limitación de las deducciones.Se ha dicho que estas reformas son reflejo del avance político del conservadurismo fiscal orientado al beneficio de unos pocos ricos. Aunque políticamente eficaz, esta explicación resulta un tanto simplista -las economías de opción suelen poner grandes fortunas al abrigo de los tipos altos- y no parece estar bien fundada en la economía política de la imposión característica de una democracia representativa.

El notable giro que denotan las reducciones generalizadas de tipos y la simplificación de las tarifas no responde a que los objetivos de justicia y solidaridad hayan dejado de considerarse deseables en sí mismos. Refleja más bien un reconocimiento explícito por parte de los políticos y la ciudadanía, apoyado en un cúmulo creciente de evidencia académica, de que los tipos marginales fuertemente crecientes -pese a su controvertido valor simbólico- no son el instrumento más efectivo para redistribuir. Los Gobiernos disponen de instrumentos sustancialmente más potentes y directos para este fin. Una gestión eficaz de los programas de gasto social permite reducir la progresividad formal y minimizar los problemas a ésta asociados, sin renunciar a las metas de equidad que el proceso político establezca.

Efectos adversos

Los efectos adversos de la progresividad sobre los incentivos y la complejidad del impuesto minan su propia capacidad redistributiva. La progresividad formal distorsiona las decisiones de ahorrar, de invertir y de adoptar iniciativas emprendedoras. Afecta, asimismo, a la oferta de trabajo, desanima la participación laboral y encarece el empleo. La progresividad real resultante de estos reajustes -agravados por la internacionalización de las economías- puede ser bien diferente de la progresividad formal deseada por el legislador. Si a ello sumamos los efectos de la evasión fiscal -que se distribuye caprichosamente atendiendo, entre otros factores, al origen de los ingresos- y de la inflación -tributación progresiva, ganancias puramente inflacionarias- no es posible siquiera asegurar que entre progresividad formal y progresividad real exista conexión alguna. Un impuesto sobre la renta es equitativo sólo si grava capacidades económicas con generalidad e igualdad. Mantener tarifas de una acusada progresividad formal que operen sobre bases fuertemente erosionadas por la inflación, la evasión y la elusión, no puede sino conducir a una ficción de equidad.

Esta relación de efectos indeseables de la progresividad formal sería incompleta sin una referencia a los costes de administración y cumplimiento. La progresividad formal. incentiva la creación de grupos de interés fiscal en tomo a demandas de trato especial, logrado las más de las veces merced a su capacidad de presión económica o política, a costa de principios como los de equidad horizontal o simplicidad. El cumplimiento de las obligaciones fiscales se hace así generador de litigiosi

dad, en todo caso costoso para el contribuyente, y difícil de gestionar para la Administración, incluso en sus tareas más básicas, como sería la de arbitrar un sistema de retenciones ajustado.

En España, quizá por la tardía introducción de un IRPF moderno y por el valor simbólico atribuido a la progresividad, estas ideas han tardado en penetrar. Ello puede explicar la orientación de nuestra política tributaria en los últimos años, que ha discurrido en este terreno al margen o a contracorriente de las tendencias fiscales de los países desarrollados, precisamente en un periodo en el que la creciente apertura al exterior y la necesidad de promover la convergencia real -cuyos motores son la inversión y el empleo- hubiesen recomendado lo contrario. En 1995, una renta de 2,5 millones paga un tipo marginal del 27%, siete puntos más que una renta del mismo poder adquisitivo en 1983. En igual periodo, una renta de 10 millones de pesetas de 1995 ha pasado a pagar del 34% al 56%, ampliándose el diferencial respecto del tipo del impuesto sobre sociedades -incentivo a la elusión para rentas elevadas- a 21 puntos. Por otra parte, los estudios de fraude cifran la ocultación de ingresos en tomo al 40% de la base potencial, con una pérdida de ingresos que podría ascender a un tercio de la recaudación actual. La suma de deducciones, desgravaciones y otros tratamientos especiales alcanza 1,1 billones de pesetas, lo que supone un 20% de pérdida adicional de recaudación. Entre tanto, el IRPF ha evolucionado hacia una complejidad creciente, una notable inestabilidad normativa y una gravitación desproporcionada sobre las rentas del trabajo.

Una valoración crítica del actual estado de cosas no autoriza a proponer la eliminación de la progresividad. Sí permite, sin embargo, elaborar propuestas dirigidas a mejorar el funcionamiento del IRPF basadas en la simplificación normativa y la "linealización" de la tarifa -uno o dos tipos básicos que afectarían a cuatro de cada cinco contribuyentes y un tipo marginal máximo próximo al tipo del impuesto sobre sociedades-, apoyada por cierto desplazamiento de la responsabilidad de la lucha contra la desigualdad hacia la reducción del fraude y la gestión eficiente de los programas de gasto público. Una tarifa de este tipo reduce al mínimo los costes de cumplimiento y simplifica la administración al permitir un control más efectivo de las rentas vía retenciones. Se produce, asimismo, una reducción de los beneficios asociados a la ocultación de rentas y una suavización de los desincentivos generados por el aumento de tipos marginales, moderando sus costes de eficiencia. La linealización haría más simples -cuando no innecesarios los mecanismos para corregir los efectos de la inflación, la acumulación de rentas familiares y las rentas irregulares.

. Pero lo que quizá resulte más destacable es que la linealización podría incluso reforzar la progresividad real, al ampliarse la base sujeta a tributación como consecuencia de la supresión de deducciones escasamente Justificadas, el menor atractivo de las economías de opción, las mejoras en el control y el mayor cumplimiento. Alternativas de estas características son las que han inspirado las reformas realizadas por buena parte de los países desarrollados desde principios de los ochenta. Quizá no se haya tratado tan sólo de la victoria política de un puñado de fortunas.

José Manuel González Páramo es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad Complutense de Madrid.

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