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Ningún contendiente logró el KO, pero eso fue un éxito para Chirac

ENVIADO ESPECIAL Dos contendientes que no se aprecian ni poco ni mucho, aunque trataban de disimularlo, se jugaron ayer buena parte de sus posibilidades de alcanzar la presidencia de Francia.Uno, favorito, pero enormemente preocupado de perder ésta, su última ocasión de coronar una carrera, notable, pero a la que siempre ha desmesurado la ambición. Jacques Chirac, gaullista, líder ¿le la derecha democrática, con no perder seguramente habría ganado. Era el campeón, aunque jamás hubiera ganado anteriormente el campeonato. El otro, challenger, aún apenas repuesto de la sorpresa de jugar la gran final, debía atacar todo el tiempo, lograr que su rival pestañeara el primero para tener alguna posibilidad no de culminar, sino de comenzar una nueva carrera en la cúspide. Lionel Jospin, el candidato socialista, cargaría en toda la línea, necesitado del KO. El match nulo amenazaba con dar la victoria a su adversario.

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La táctica del alcalde de París era la de mantenerse sobre el propio terreno y absorber las ofensivas de su rival hasta que éste se agotara en una cabalgada de inútil percherón contra sus defensas. Sólo entonces lanzaría breves, irónicos, condescendientes contraataques, punteados, de sonrisas falsamente, amables. Enfrente tenía a un profesor dado a hacer la lección, a hablar de una manera modesta, de reservada cordialidad, pero con la seguridad de un discurso, monótono sin duda, pero bien construido. Jospin con sus dedos cartesianos enumeraba los puntos de su tejido de afirmaciones como dibujándolos en el aire; al cabo de un rato, el espectador podía haber olvidado, sin embargo, cuál era la última llave que había abierto para ir abrazando, sin error posible, su futuro programa de gobierno.Artista de lo abstracto

Chirac, en cambio, estudioso ante un adversario que es un artista de lo abstracto, jugaba el papel del hombre que necesita fichas, haber hecho muy bien en casa los deberes y oponer constantemente a la tecnología verbal del socialista un descenso a los inflemos de la realidad. Jospin proponía nuevas estructuras jurídicas y el gaullista repetía, que lo importante es la gente que sufre, la vista al nivel de la cuneta sin empleo. La derecha rehuía el cuerpo a cuerpo ideologizado pese a que, aparentemente, la suya es la ideología que ha triunfado en el mundo, mientras que el profesor Jospin andaba siempre necesitado de una pizarra.

Chirac temía sus propios errores; su vehemencia, su insegura capacidad de controlar los nervios, y en vez de un Júpiter tonante y conservador tenía que saber ser el nuevo candidato a la presidencia que aspira a abarcar sin dejar, por ello, de apretar. Por eso, evitó cualquier referencia a la extrema derecha; nadie arrancaría de él condena ni guiño al Frente Nacional. Jospin estaba obligado, por su parte, a redondear una hazaña: hacer que los electores se enteraran de una vez de quién era. El gaullista amagaba, el socialista mostraba. Era preciso que Jospin conjugara la palabra cambio en todas sus declinaciones, que propusiera sin parar, que apareciera con un zurrón repleto de recursos. Tras 14 años de socialdemocracia mitterrandiana no era fácil anunciar, sin embargo, como cambio, un nuevo programa más o menos socialista.

A medida que el debate iba aproximándose al final, el gaullista se iba instalando en una velocidad crucero que ganaba en seguridad. Quizás se sentía satisfecho de haber medido bien los tramos de un trayecto para llegar a la meta todavía con un par de resuellos de reserva. El elector dirá. El socialista, en cambio, posiblemente sentía que con cada segundo que engullía una clepsidra de 135 minutos, debía hallar ese golpe de genio o de fortuna que tiende a su rival sobre el tapiz. Tenacidad en el esfuerzo no se le puede discutir, pero por mucho que buscara al gaullista por el ring, la decisión, que sólo otorga el electorado, debería ser ayer únicamente a los puntos.

No parece seguro que los franceses anoche tuvieran demasiado motivo para apasionarse por ninguno de los dos presidenciables. Chirac, a lo largo de los años, ha afinado el personaje, es cierto que a través de los dientes de sierra de un tozudo oportunismo, pero ampliando, posiblemente, su atractivo político con ello. Llega un tanto usado al fin de la campaña. Está gastándose lo que le queda. Nada hay ya que le sobre. Jospin, tanto tiempo también en el negocio, habría estado ayer perfecto si tuviera por delante un par de lustros de aprendizaje todavía. Pero con 57 años, sólo cinco menos que su adversario, sólo sobrevivirá si, cuando menos, le pone difícil la victoria al derechista.

Nadie barrió ayer al adversario. Uno de ellos puede creer que con eso debería bastarle. El otro, que aún no se ha dicho la última palabra.

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