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Tribuna:
Tribuna
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Del caso GAL

Javier Marías (El País, 1-2-95) se indigna con un periodista que "se atrevió a decir [ ... ] que probablemente la mayoría de los españoles apruebe la existencia del GAL y que 'se asesine a los asesinos'...". Por su parte, el llamado manifiesto de los intelectuales El gobierno y los GAL (El País, 14-1-95) incurre en lo que mi malogrado amigo don Jacinto Batalla y Valbellido llamaba "hacer el mismo agujero por el otro lado del tabique", donde dice: "Recordamos a la opinión pública que gran parte de los 26 asesinados y de los muchos heridos por las actuaciones de este grupo no tenían ninguna relación con ETA, y otros eran supuestos miembros de esa banda, con derecho, hasta que no hubiese sentencia condenatoria, a la presunción de inocencia que ahora reclaman para sí los inculpados de promover los GAL; sentencia que nunca habría sido de pena de muerte, abolida en nuestras leyes". No cabe interpretar esta advertencia más que bajo el intento de hacer valer como agravantes tales circunstancias. Pero, considerar como agravante el que las víctimas sean inocentes y considerar como atenuante o eximente el que sean "asesinos" ¿no son acaso el anverso y el reverso de la mismísima moneda?Como no creo que el esgrimir la inocencia de las víctimas se deba a que los firmantes comparten tal criterio, he de pensar que la cláusula responde al deseo de concitar la aquiescencia de un supuesto sentir mayoritario. Pero si hay un asunto que reclama de modo perentorio que personas instruidas como los firmantes del panfleto no caigan, en aras de la eficacia, en circunspectas concesiones demagógicas es justamente el que atañe a las inciertas y errantes actitudes populares en la valoración del homicidio, provenientes de la vetusta tendencia a inficcionar la cualificación jurídica del homicidio con una moralidad elemental que admite por criterio pertinente la calidad moral previa y ajena al homicidio mismo de las personas que encaman el papel de matador y el de matado y aun, peor todavía, la comparación entre una y otra. Hacer valer como agravante o atenuante semejantes circunstancias es ir en contra de toda tradición jurídica, que, siempre escrupulosa en no juzgar personas sino acciones, se ciñe en lo posible a la acción delictiva por sí misma. Todo lo demás es incurrir en esa confusa instancia de confección casera que podríamos llamar "justicia comparativa" o "perversión moral de la justicia". Si se me admite ilustrarlo con un ejemplo absurdo hasta el ridículo, el agravante de nocturnidad no se refiere a que el homicida sea un noctámbulo sino a que el homicidio se cometió de noche, y el atenuante de embriaguez no se refiere a que el homicida sea un borracho habitual sino a que estaba borracho al cometer el crimen. La justicia no puede permitirse desplazar un punto el fiel de su balanza dejándose conmover por concesiones a la moral doméstica capaces de hacerle olvidar por un instante que para ella no hay buenos y malos, lo que la jerga judicial expresa como "no hacer acepción de personas".

Pero, desgraciadamente, aún sigo pensando que el impulso decisivo en el esclarecimiento y la final condena de aquél tristemente famoso "Caso de Almería" no lo aportó, en modo alguno, el crimen en sí mismo, sino la circunstancia del error. Fue el clamoroso escándalo del público ante el hecho de que los truculentos homicidios recayesen, como diría un norteamericano, sobre "Ias víctimas equivocadas" lo que obligó a los poderes públicos -y bien a su pesar, probablemente- a tomarse minimamente en serio la cuestión; sigo pensando que si los tres muchachos hubiesen sido, tal como en un principio se creyó, tres etarras, las investigaciones apenas habrían pasado, como mucho, de un puro trámite formal y rutinario de resultados prácticamente equivalentes a una operación de encubrimiento.

Casos extremos como éste, en el que la calificación jurídica del triple homicidio debería haber sido rigurosamente idéntica con error o sin él -o sea, sin que el hecho de que las víctimas fuesen tres chicos inocentes tuviese valor alguno de agravante, ni el de que hubieran sido tres etarras hubiese podido tenerlo de atenuante-, son los que encarecen la necesidad de rechazar la funesta moralización de la justicia, que se expresa en la conocida sentencia popular: "El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón". Ni la calidad moral de la persona que encarna al matador, ni la de la que encarna al matado forman parte de la acción delictiva por sí misma, y son, por tanto, jurídicamente irrelevantes. Pero, sea cual fuere actualmente el arraigo de hecho de aquella desviación popular, mi cuestión es aquí el gravísimo abuso de apelar a ese cierto o presunto prejuicio moralizador por parte de aquellos que, desde situaciones de poder y de influencia en la política o en los medios de opinión, traicionan las responsabilidades públicas que deberían exigirse, acomodando y redirigiendo sus opiniones y juicios de valor en torno al caso de los GAL en el sentido que les parece más propicio conforme al excluyente principio de maximización de la rentabilidad política.

La tesis de Abc (5-2-95) de que el gobierno trataba de atraer con "la muleta del GAL la atención pública, para desviarla de la corrupción, se me antoja otra muleta de Abc pero en sentido inverso, o sea, para volver a tirar del electorado hacia el terreno de la corrupción, y no sólo por creerlo políticamente más rentable para la oposición, sino también por la congénita incondicionalidad del diario hacia las Fuerzas de Orden Público -queda en beaterio si llevan la divisa verde botella-negro acharolado. Es cierto que cada vez han reiterado su adhesión al Estado de Derecho con la invariable expresión "caiga quien caiga", pero como una rutina demasiado enfática para no hacer pensar en quien le pone una vela a Dios sólo para poder ponerle otra al diablo (lo que al cabo no es sino ponerle dos velas al diablo).

Pero este indecente populismo de apelar a la funesta moralización de la justicia no se prodiga menos en la práctica del gobierno y su partido que en la de esos medios de la oposición, y sin que la orientación hacia opuestos intereses menoscabe la fraternal concordia de criterios. Reduciré hasta el mínimo las muestras de mi hemerografía. Ya el editorial de Abc del 22-12- 94 decía: "... lo que tampoco cabe olvidar es la impresionante ejecutoria de servicios que gentes como Miguel Planchuelo, Francisco ÁIvarez, o Julio Hierro han prestado al Estado, tantas veces con desprecio de sus propias vidas. No avalamos la impunidad en el eventual caso de culpabilidad [vela al dios del Estado de Derecho]. Sí queremos subrayar ante la opinión pública que no son unos 'chorizos'; no se han enriquecido; no son corruptos; no son 'roldanes', 'salanuevas', 'juanesguerra'...". Por su parte, Rafael Vera (El País, 3-2-95, entrevista) decía: "De lo que se trata es de echar porquería contra mí. Una cosa es el GAL sin corrupción económica y otra es el GAL con corrupción económica. El GAL sin corrupción económica puede ser entendido, aceptado y hasta aplaudido en algunos sectores de la sociedad". Poco más tarde (Abc, 18-2-95), Carrascal ratifica y complementa: "Porque el GAL no son sólo secuestros, atentados y asesinatos. Son también muchos millones de pesetas en fondos reservados. Eso sí que es, grave, turbio. Los españoles pueden entender, incluso sin aprobarlo, que se haya usado el antiterrorismo contra el terrorismo. Lo que nunca entenderán ni perdonarán es que se haya usado el antiterrorismo para enriquecerse. Esa es la prueba del nueve de Vera. Eso es lo que nos dirá si es o no un delincuente". Y Jiménez Losantos, también en Abc: "El GAL hay que enfocarlo como un asunto de corrupción. Unos señores, para robar, montaron una banda homicida...".

El mismo diario tampoco despreció la noble escuela del Derecho Comparado, "con buen despliegue de fotos paralelas" -como dice Javier Marías-, poniendo encarcelados por el caso GAL junto a etarras reinsertados tras 13 o 14 años de prisión o junto a un gran narcotraficante excarcelado -acaso por torpezas judiciales- al cabo de sólo tres. El método tuvo feliz coronación cuando precisamente en los días en que Leguina se exacerbaba contra el libre chiquiteo de Idígoras frente al encarcelamiento de abnegados servidores del Estado, el Abc sacó en portada la cara de diablo del mismo Idígoras junto a las aristocráticas y apolíneas facciones de Rafael Vera.

Como la firma en "tercera" del propio director tiene tal vez algún valor de ex cathedra he dejado para el final el categórico artículo de Ansón, La verdad de las mentiras (Abc, 9-1-95), del que entresaco estos dos párrafos: 1). "El partido socialista triunfante, prepotente, inmaduro, dispuestos muchos de sus miembros a hacer de la victoria electoral botín de riqueza personal, trazó una dura y en muchos aspectos acertada política contra el terrorismo, que amenazaba con derrumbarlo todo. Nadie podrá negar al Ministerio del Interior eficacia y valentía contra el acoso etarra. Pero al desarrollar esa política de metralletas calcinadas, se cometieron, por parte de algunos depredadores, abusos y atropellos. Explicables sin duda porque la lucha antiterrorista está siempre más cerca de las 'manos sucias' de Sartre que de los guantes blancos de las columnas periodísticas". Y 2). "Felipe González debe [ ... ] contar la verdad de las mentiras, recordar la amenaza de golpe de Estado en aquella España de 1983 zarandeada por el terrorismo, explicar la necesidad de una política dura contra ETA, lamentar los abusos que se hayan podido cometer, cuya responsabilidad le alcanza, colaborar con la Justicia, reconocer los errores y asumir el desgaste político de indultar a sus subordinados, que, equivocándose en ocasiones porque el fin no justifica Ios medios, se jugaron la vida contra los terroristas". Como puede observarse, las acciones del GAL se ven aquí prácticamente reducidas al nivel de lo que suele llamarse "un simple exceso de celo" por parte de funcionarios intachables y hasta heroicos en todos los demás respectos.

El origen del Estado no está en piadosos deseos de concordia social, sino en la dominación instituida o, en palabras de Benjamín, en la "violencia creadora de derecho" (que en principio es derecho de un vencedor sobre un vencido). Pero esa bestia engendrada por las armas victoriosas no reconoce ni a los suyos, y es el temor de los propios vencedores a la bestia que cabalgan el primero que ve la conveniencia de imponerle riendas y bozal. Así que tampoco el Estado de Derecho nació del altruismo de los dominadores hacia los dominados, sino que fue un sistema de garantías destinado a proteger de la bestia del Estado y sus furores justicieros tan sólo a los herederos de la victoria originaria, usufructuarios de la dominación. Que esto no es divertirse con mitos del origen lo demuestra el que aún en este siglo -y extendido el Estado de Derecho a la entera población- reaparezca la bestia en cuanto una tiranía totalitaria le afloja ese bozal que le prohibe a la Justicia distinguir buenos o malos, amigos o enemigos.

El crimen de Estado con puro fin político -ni siquiera partidista- es, como obra autóctona de la bestia misma, el más temible de todos los males. Un mal en sí, que, como tal, trasciende incluso la responsabilidad de sus ejecutores; un mal objetivo cuya realidad no se deja aprehender en la de los sujetos empíricos que le sirven de instrumento. (Naturalmente, el nominalismo liberal que dice: "¿Dónde está la sociedad? Yo no veo más que individuos", dirá también: "¿Dónde está la bestia? Yo no veo más que políticos".)

En fin, que las facciones políticas en liza, ateniéndose solamente al cálculo de la rentabilidad electoral, fomentan sin escrúpulos esa funesta moralización de la justicia del supuesto sentir mayoritario (y de una mayoría hoy, por añadidura, cada vez más encerrada por el liberalismo en esa ciudadanía degenerada del "contribuyente", que sólo sabe clamar: "¡Qué hacéis con mi dinero!"), los unos con la infame consigna demagógica de que al público hay que echarle carnaza de ladrones, de corruptos saqueadores de los fondos públicos, sean reservados o por reservar, para su propio lucro personal o aun Sólo partidista, y no con crímenes de Estado que, desde su deforme percepción moral de la Justicia, podría comprender y hasta aprobar en cuanto "asesinatos de asesinos"; los otros, como Vera, Leguina o Marugán, explotando, con no menos infame demagogia, ese mismo sentir supuestamente mayoritario, pero en el sentido inverso de acogerse a la posible indulgencia popular ante los méritos de sangre de los suyos. Unos y otros incurren, así pues, con tales concesiones populistas orientadas al solo interés político inmediato en la lucha de partidos, en la tremenda irresponsabilidad de fomentar la contaminación moral de la Justicia, difuminando el concepto de Estado de Derecho, y sobre todo en la temeridad de ignorar la permanente amenaza de la bestia.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor y autor del ensayo La policía y el Estado de Derecho.

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