Los intelectuales que se acuestan con la derecha
No es la primera vez que la derecha oficial francesa manifiesta las más atentas consideraciones hacia los intelectuales, artistas y escritores. En Francia nadie ha olvidado que cuando, en los años sesenta, se preguntó a De Gaulle qué había que hacer con Sartre (que distribuía panfletos incendiarios por las calles), el ilustre general respondió: "¿Que que hay que hacer? ¡Nada! No se mete en la cárcel a Voltaire".Los sucesores del general De Gaulle no trataron peor a los herederos de Sartre. A Georges Pompidou le gustaba rodearse de artistas. En cuanto a Giscard d'Estaing, siempre declaró que se sentía "acomplejado" por los escritores. "¿Alguien sabe el nombre del presidente de la República en la época de Flaubert?", preguntaba Giscard. "Nadie. ¿Quién conoce a Flaubert? Todo el mundo".
Puede decirse que en cierto modo los estadistas de derecha -que frecuentemente fueron en su juventud estudiantes de izquierda- consideran que la moral y la estética, el Bien y lo Bello, siempre están en la oposición, y tienen derecho al respeto del Poder.
Pero cuando François Mitterrand llegó al Elíseo no se sintió obligado a guardar ninguna clase de miramientos. Al encarnar a la izquierda, representaba al mismo tiempo a los intelectuales y a la moral. Hasta tal punto que puede decirse que a pesar de los brillantes esfuerzos de Jack Lang, que tenían sobre todo efecto sobre los premios Nobel y a los escritores extranjeros, la posición de los intelectuales, incluso -y sobre todo- si eran de izquierdas, era inferior a la que ocupaban antes del poder socialista. Estos intelectuales ya no eran la conciencia de nadie, puesto que la Conciencia estaba en la cima del Estado. Además, hay que recordar que François Mitterrand nunca fue muy apreciado por los intelectuales, que preferían a Mendes France y a Rocard. Cuando llegó al poder, Mitterrand, despechado y desdeñoso, no hizo nada para seducirlos. Se conformó con rodearse de Régis Debray, Jacques Attali y de algunos otros.
Puede decirse que, tras 14 años de poder socialista, y sobre todo en la segunda mitad del segundo mandato -con el estallido de los escándalos, la denuncia de los affaires y el éxito de un personaje tan berlusconiano como Bernard Tapie-, los intelectuales y los escritores de izquierda se sintieron incómodos y humillados en su identidad. Hay que comprender que, con el desplome del bolchevismo, el final de las ideologías radicales y el vuelco de una parte del mundo hacia el ultraliberalismo, esos intelectuales se sentían ya como los perdedores de la historia. Pero -se decían- ya que no la política, al menos tenemos la moral.
François Mitterrand siguió con atención esta evolución, que siempre le indignó. Porque durante 14 años hemos tenido en el Elíseo al más literario, al más cultivado, al mayor amante de las visiones históricas, al más enamorado de las palabras. Todavía hoy, en el libro de conversaciones con Elie Wiesel, se aprecian perfectamente los testimonios de sus obsesiones culturales. Y es precisamente con este presidente con el que los literatos, de izquierdas o no, han roto en mayor o menor medida. Bien sea debido a los escándalos, bien a las revelaciones sobre su actitud dudosa durante un año bajo la ocupación alemana. O bien, sencillamente, a causa del desgaste del poder. Catorce años es demasiado, y la ingratitud no es patrimonio exclusivo del Príncipe.
Puede comprenderse que los intelectuales hayan tenido tendencia a huir de la izquierda, pero lo que no es tan comprensible (y esto es algo nuevo) e que algunas élites de izquierda hayan sido seducidas por la derecha, como ha ocurrido en el transcurso de la actual campaña electoral. La cosa empezó con un retrato plenamente proustiano de Balladur a cargo del novelista Philippe Sollers. El primer ministro y candidato a la presidencia tiene una virtud tremendamente eficaz frente a los hombres de letras: sabe escuchar. Es atento, cortésmente silencioso, y manifiesta su comprensión a través de la mirada y los gestos. Después de estar con él, uno queda impresionado no por lo que ha dicho, sino por lo que ha conseguido hacerle decir a uno. Se dice que Alain Minc, ensayista y hombre de negocios, inspiraba sus reflexiones y su programa.
Después, cuando los sondeos fueron tan sorprendentes como crueles con Balladur, en el mundillo literario empezaron a encontrarle todas las virtudes a Jacques Chirac. ¿No era, acaso, sencillo y directo como un hombre del pueblo? ¿Anticonformista como un artista? ¿Reformador como un hombre de izquierdas? ¿Era posible encontrar a alguien que tuviera más erudición sobre la civilización china? Un joven sociólogo, Emmanuel Todd, se convirtió para Chirac en lo que Alain Minc había sido para Balladur. En ambos casos, los vínculos pasan por ser senos porque se los considera ideológicos. Emmanuel Todd es un original demógrafa que cree haber descubierto que en Francia ha nacido una nueva clase popular que ya no siente ninguna solidaridad automática con la izquierda. Según él, ha llegado, pues, el momento de una reagrupación gaullista y chiraquiana, más allá de toda distinción izquierda/derecha. Junto a Todd, y al gran historiador Emmanuel Le Roy Ladurie, se encuentran sobre todo estrellas (poco internacionales, es cierto) del mundo del espectáculo.
De entre las decepciones que han sufrido los intelectuales de izquierda no se puede olvidar el fracaso de Michel Rocard, si no provocado, al menos claramente favorecido por François Mitterrand. Ni, sobre todo, la decisión de Jacques Delors de no presentarse. La conmoción fue terrible. Delors figuraba en cabeza en todos los sondeos, rompía todas las previsiones, provocaba apoyos en todas las formaciones. Pero, además, hacía olvidar a la izquierda todas sus desgracias y todas sus humillaciones. Durante tres bellos y largos meses, la izquierda se sintió sanada, recuperada, en una palabra, curada milagrosamente por ese cristiano social. Y fue especialmente inesperado porque el ex presidente de la Comisión Europea no ocultaba su bandera. Enarbolaba al mismo tiempo los estandartes de Europa y del socialismo. Incluso los intelectuales sofisticados y esnobs del exclusivo club de la famosa Fundación Saint-Simon abandonaron a su candidato simbólico, Raymond Barre, y consintieron en encontrar cualidades en Delors.
Cuando fue necesario conformarse con Jospin -del que hasta los fotógrafos han dicho que "su rostro no acaba de captar la luz"; que sin duda tiene a su favor la moral y la integridad, pero no el brillo ni la imaginación-, no se puede decir que el entusiasmo pusiera en pie a los medios intelectuales. Pero empezaron a ser más discretos, alardearon algo menos de escoger la derecha, y poco a poco dejaron de exhibirse en los ambientes mundanos cercanos a Chirac. Régis Debray publicó un comunicado en el que decía que su voto era secreto, pero que, en todo caso, elegiría la izquierda, sin precisar si sería Jospin. Un brillante filósofo y periodista, hijo de comunista y antiguo maoista, Alexandre Adler, declaró que votaría a favor de Chirac, pero sólo por cariño hacia el presidente de la Asamblea Nacional, Philippe Séguin. Aparte de estas personalidades, no se puede decir que la intelectualidad de izquierdas vaya hacia la derecha, simplemente se puede observar que no tiene ganas de quedarse en la izquierda.
En todas estas evoluciones, la moda desempeña un papel, y en Francia -sobre todo en París- no hay nada que pase de moda tan rápido como la propia moda. En cualquier caso, creo que los franceses de izquierda terminarán por descubrir por fin que no están solos en el mundo. Cuando abran los ojos verán que la situación en Italia y en España les concierne; que la evolución de la derecha estadounidense se vuelve inquietante; que hay realidades de lucha y tradiciones de comportamiento que no cambian; que el segundo mandato de Mitterrand no debe, a pesar de todo, hacer olvidar el primero. Entonces se dirán que; por mucho que el adversario se ponga nuevos ropajes y la máscara del neopopulismo, sigue siendo el adversario. Que el mero hecho de que Chirac sea odiado por Le Pen y de que no sea Berlusconi no significa que se haya convertido de repente en Léon Blum.
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