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Tribuna:
Tribuna
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La piedra del escándalo

Mario Vargas Llosa

Aunque tengo la impresión de que la clase política británica es más honesta que la media europea -nada que se compare en el Reino Unido a los casos de un Craxi en Italia, un Roldán en España o a las pillerías en Francia de los amigos del presidente Mitterrand-, los escándalos se suceden, también aquí, con una regularidad deprimente.Algunas veces tienen que ver con asuntos de dinero, pero, si se miden con las marcas, alcanzadas por aquellos astros continentales, los desafueros pecuniarios de parlamentarios, funcionarios y ministros albiónicos resultan liliputienses. Por ejemplo, hace algunos meses, un ministro de John Major debió renunciar a su cargo y a su carrera política pues se descubrió que, cinco años antes de ocupar el ministerio, había aceptado que el dueño, de Harrod's les costeara, a él y a su esposa, un fin de semana en el Ritz de París. Y está fresca en la memoria de todos la algarabía que causó la revelación de que un puñado de miembros del Parlamento habían recibido, de aquel mismo hombre de negocios, propinas de quinientas y mil libras es terlinas para, desde sus escaños, plantear determinadas preguntas a los ministros. El asunto no se ha aclarado del todo, pero, inocentes o culpables, los acusados han sido puestos en la picota pública y lo más seguro es que, a partir de la próxima elección, todos ellos deberán dedicarse a actividades menos expuestas (y mejor remuneradas) que la representación popular.

En verdad, los escándalos que sobreexcitan a las masas británicas, a juzgar por la frenética explotación que de ellos hace la prensa amarilla -los espantosos tabloides vespertinos y gran parte de los diarios dominicales-, por los que ruedan cabezas, de manera inmisericorde, se hunden reputaciones y se mantiene en vilo eso que los críticos taurinos llaman el respetable, no son crematísticos, sino orgásmicos, y, conciernen, en vez de las billeteras, a las camas (o, como se verá, a escenarios dispares -sillones, suelos, alfombras- que hacen sus veces) de hombres y mujeres públicos.

Diré, de entrada, que a las señoras españolas avecindadas en el Reino les cabe una considerable responsabilidad en estos alborotos impúdicos. Dos de ellas, por lo menos, provocaron recientemente desaguisados formidables en el Consejo de Ministros y en el Estado Mayor. Como ambas so ya célebres, puedo nombrarlas. Los encantos de Antonia de Sancho, actriz desocupada, precipitaron al ministro de Cultura, David Mellor, en un adulterio con disfraces deportivos, pues, según testimonio de la seductora, para hacerle el amor aquél se embutía el uniforme del Chelsea Football Club (incluidos medias y zapatos). Debía de ser cierto, pues, en pleno escándalo, el defenestrado ministro, buen perdedor y hombre risueño, se presentó, así vestido, en las tribunas colmadas de su amado club (la ovación que lo recibió fue oída en todo Londres).

Menos humorística es la patética aventura del general sir Peter Hardin, jefe del Estado Mayor, quien, loco enamorado de, la valenciana Bienvenida Pérez (ahora condesa Solokov), pretendía rendirla revelándole los secretos militares del Reino. Unido. Esta disparatada técnica tuvo el fracaso que merecía -Bienvenida la publicitó a los cuatro vientos- y llevó a muchos a preguntarse si no había sido temerario poner la seguridad del país en manos de semejante estratega. Total, sir Peter perdió amante y puesto y la Royal Army vio convertida en motivo de chacota la buena imagen que creía tener desde Waterloo.

La mayoría de estos "escándalos sexuales" que periódicamente agitan el cotarro británico no lo serían en la mayor parte del mundo que conozco -los países de origen latino, por ejemplo-, donde se suele establecer una línea divisoria bastante nítida entre la vida privada y la pública de quienes ocupan cargos políticos o administrativos y donde el escrutinio de éstos no suele llegar hasta las sábanas y donde, en todo caso, la tolerancia para con los pecadillos amorosos de gobernantes y funcionarios suele ser mucho más amplia que en el mundo anglosajón. ¿Debemos deducir de ello que en Gran Bretaña se practica la fidelidad conyugal con más convicción y éxito que, digamos, en Italia o España? Todo parece indicar que no es así y que, más bien, ingleses, escoceses y galeses ceden a las tentaciones de la carne con la facilidad de un griego o un siciliano. ¿Por qué, entonces, exigir de las personas públicas esa rectilínea moral que es flor exótica para gran parte de la sociedad? ¿Por hipocresía puritana?

No exactamente. Se trata, más bien, de un culto a las apariencias y las formas que, en el mundo inglés, son inseparables del respeto de las instituciones y la ley. Quien ejerce un cargo público protagoniza una representación, de cuyo libreto no puede salirse sin poner en peligro el desarrollo de la obra, que es, nada menos, que la buena marcha de los asuntos públicos. Ministro, parlamentario, juez o gerente de una repartición oficial, la persona que encarna esa función es y no es ella mientras la ejercita, ni más ni menos que el actor y la actriz que interpretan a Hamlet y Ofelia sobre un escenario. Esa responsabilidad no los abandona un instante, lo que significa que, si se toman libertades con esa conducta virtuosa que exige su papel, lo hacen por su cuenta y riesgo: si son. descubiertos, deben pagar las consecuencias, renunciar y marcharse, de modo que el cargo que ocupaban no se manche y permanezca, ante la opinión pública, tan impoluto como siempre. Todo esto es puro teatro, en efecto -una vez renunciado o destituido el hombre o la mujer de Estado cogido en falta, sobre quien había llovido una suerte de condenación bíblica, es amnistiado, pues la misma opinión pública que exigió su cabeza se olvida de él o de ella o pasa a observarlo con una divertida simpatía-, pero, no lo olvidemos, la civilización es eso exactamente: rito, ceremonia, forma, espectáculo.

Si esta vigilancia implacable a quien ocupa un cargo oficial tiene la virtud de mantener en un alto sitial ético la función pública, también resultan de ella consecuencias muy negativas. La más grave: ahuyentar de la política y la Administración a personas de alto nivel profesional e intelectual para quienes es intolerable que su vida privada sea objeto de una persecución entómológica por los gacetilleros ávidos de truculencia. Esto viene a cuento con lo que acaba de ocurrir a Ruper Pennant-Rea, quien fue, entre 1986 y 1993, director de The Economist, acaso la más sena y documentada revista del mundo, y que había pasado a ser subgobernador del Banco de Inglaterra. Según criterio unánime, su gestión en esta respetable institución, garante de la solvencia monetaria de Gran Bretaña, fue inmejorable -dinámica, llena de, ideas nuevas y proyectos reformistas- hasta que estalló el escándalo.

Éste tomó cuerpo hace unas semanas en la pizpireta humanidad de una irlandesa, la periodista Mary Ellen Syon, amante despechada, que, en las páginas de uno de los periódicos especializados en, la mugre, acusó a Pennant-Rea de haberle prometido matrimonio -es decir, divorciarse de su mujer para casarse con ella- y luego despacharla, después de haber vivido una pasión incandescente que llevó a los impetuosos amantes, incluso, a perpetrar irreverencias financieras como amarse en el suelo del despacho del subgobernador del Banco de Inglaterra. Preferir las heladas e incómodas losetas de un ente público a las mullidas camas de que Albión está repleta es un derecho que nadie discutiría a un ciudadano cualquiera; para el funcionario Pennant-Rea fue el final de su promisora carrera pública. Fiel a los usos establecidos, renunció y la señora Pennant-Rea apareció a su lado, digna y severa, oficiando también lo que la costumbre exige en estos casos de la esposa-víctima: comprensión y solidaridad para con su arrepentido esposo. Fin de la historia.

¿Fin de la historia? Tal vez no. Pues, en este caso, ha habido una tempestad de protestas contra los diarios escandalosos, a los que, desde ministros de Estado hasta editorialistas y figuras prestigiosas, acusan de haber roto todos los límites de la decencia y de haber establecido una histérica cacería de brujas contra las personas públicas en su afán innoble de vender más ejemplares, explotando las bajas pasiones de su público. Este género de acusaciones a mí no me convencen, por más que esa prensa amarilla me repugne tanto como a sus más furibundos objetores. Yo no la compro jamás, desde luego. Pero no tengo manera de evitarla. Ella se cruza en mi camino, diez veces al día, en el metro y en los ómnibus, en los quioscos de la calle, en las colas de los cines y hasta en las sosegadas salas de la London Library. ¿Por qué confundir, el efecto con la causa? Si se publica tanto papel con tanta chismografía malevolente, si prolifera de ese modo la infidencia, la insinuación pérfida, los trapitos al aire, la mierda impresa ¿no es porque hay un público que necesita, que paga y exige ese alimento?

El problema no está en los periódicos excrementales, sino en esa vasta masa de lectores de los que aquéllos viven y que premia sus excesos comprándolos. Es verdad que en ciertos casos los tabloides se superan en la indecencia, como ocurrió cuando el novelista Jeffrey Archer era vicepresidente del Partido Conservador y fue víctima de una emboscada, tendida por uno de esos periódicos, que contrató a una prostituta para que lo acosara de acuerdo a instrucciones de los "periodistas", hasta que, espantado con la perspectiva de un escándalo, Archer puso la cabeza en el patíbulo que le habían construido: ofreció dinero a la mujer a fin de que se alejara de Inglaterra. Cuando la justicia desenredó la intriga, exoneró a Jeffrey Archer y censuró y multó al periódico de marras, la noticia fue apenas un suelto insignificante: habían pasado años desde el incidente, la carrera política de Archer estaba enterrada para siempre y otros escándalos entretenían al gran público.

¿Cuál es la solución? Para algunos, ella debería consistir en leyes o reglamentos que defendieran la vida privada de los. abusos periodísticos e impusieran severísimas sanciones a los infractores. Pero éste es uno de esos remedios que puede matar al enfermo. Lo cierto es que existen códigos y disposiciones legales que protegen a los ciudadanos contra el "libelo" -la denigración- sólo que su aplicación es -como demostró lo ocurrido con Jeffrey Archer- lenta, tardía y, por lo demás, muy onerosa, y eso desanima a muchas personas agraviadas por el periodismo amarillo de recurrir a la justicia. De otro lado, una "acción expeditiva" puede conducir, pura y simplemente, a la desaparición de la libertad de prensa, de esa fiscalización crítica sin la cual todo poder automáticamerite crece y comienza a perpetrar abusos.

¿No hay solución entonces? Sí la hay, pero ella no es legal ni política, sino cultural, es decir, a muy largo plazo. Es la cultura la que anda. averiada y empobrecida cuando, en una sociedad de elevada instrucción, una enorme cantidad de personas busca ávidamente ese género de espectáculos que le suministra la prensa amarilla hurgando obscenamente en la intimidad de las personas y se siente excitada y aplaude cuando ve desmoronarse en el descrédito a quienes ejercen cargos públicos. En cierto sentido, no han cambiado mucho las cosas desde que, según cuenta Koestler en sus Reflexiones al pie del patíbulo, la gente se daba de bofetadas para estar en la primera fila cuando se ahorcaba a un dignatario y rugía de entusiasmo cuando lo veía bailotear al cabo de una cuerda.

Copyright Mario Vargas Llosa 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1995.

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