Tiempo, haylo
Pasó el 4 de abril sin convocatoria electoral, como algunos habíamos . propugnado y anunciado. Era lógico que así fuera y, por una vez, ha triunfado la lógica. La de partido, que es interés; la del Estado, que es razón.En cuanto a la primera, es claro que no hay Gobierno parlamentario alguno que, sin necesidad constitucional, recurra a las urnas cuando todo lo tiene en contra y el tiempo -por la reactivación económica, por la hartura que el escándalo estéril llega a producir, por la desaceleración de los progresos de la oposición- puede jugar en su favor. Por esa misma razón, no convoca elecciones Major en el Reino Unido ni las convocó Kohl en Alemania, cuando todo anunciaba su derrota. Respecto de la segunda, la razón de Estado, nada habría sido más perjudicial al interés general que una campaña electoral en la actual situación y unos comicios inmediatos de ambiguos resultados, al menos a la hora de formar Gobierno... y de gobernar. La estabilidad que todos dicen desear depende de los números y de los ánimos. Los primeros ya están y los segundos no cambian por alterar los primeros.
Respetando los calendarios electorales constitucionalmente previstos, se han ganado entre 18 y 24 meses, puesto que las próximas elecciones generales serán entre septiembre de 1996 y junio de 1997. ¡Tiempo.... haberlo, haylo! Pero ¿para qué?
Puede, sin duda, una vez más, perderse. E incluso hay que ser muy optimista para pensar que no será así. Pero también es cierto que podría aprovecharse en bien de todos. Más aún, es posible que, tras las elecciones locales del 28 de mayo, tenga especial actualidad la consigna orteguiana: la derecha y la izquierda han vomitado cuanta necedad llevaban dentro. ¿No sería ya hora de empezar a hacer las cosas bien?
Para comenzar, el largo periodo que queda por delante permitiría serenar los ánimos entre las fuerzas, políticas y sociales y evitar el juego de la descalificación que, a medio plazo, sólo beneficia a terceros aún por conocer. Si, en lugar de injuriarse con lenguaje infantiloide o hacer promesas que ni ellos mismos creen, los líderes políticos pusieran sobre la mesa grandes problemas, formularan opciones y soluciones para consensuar o, al menos, para debatir, se habría dado un gran paso en la buena dirección. PSOE y PP tendrían ocasión de explicitar de verdad sus programas, exorcizar temores y dar confianza a los oponentes e incluso ilusión a los ciudadanos. Oponer a las cuestiones propuestas, en vez de sólo críticas, y A las propuestas, razones en lugar de, únicamente, ironías de escasa calidad estética. Y los políticos, así concertados, podrían irradiar tal animo a las fuerzas sociales a otras instituciones del Estado que no debieran funcionar como rueda libre y, entre todos, hacer frente común ante la demagogia.También podría aprovecharse el tiempo para abordar algunos, problemas de Estado. Los hay económicos -como las grandes reformas estructurales y liberalizadoras aún pendientes- Los hay internacionales -como la explicitación de nuestra posición en la nueva Unión Europea y la redotación apremiante de nuestra seguridad-. Pero los hay también político-institucionales, entre otros la reforma electoral para democratizar la confección y comparecencia de las candidaturas y la flexibilidad de su votación. Algo que revitalizaría nuestra democracia y quebraría la ley de bronce -¿o de hoja de lata?- que hoy tiraniza la vida de los partidos políticos y, a su través, de tantas instituciones representativas y sociales. Podría, en fin, aprovecharse el tiempo para diseñar y llevar a la práctica soluciones de salida a la crisis algo mejores que la división de España en dos bloques, su enfrentamiento y sustitución pendular. Algo para lo que se requiere capacidad de imaginación y de servicio, tanto como de sacrificio. Cualidades, por cierto, nada abundantes.
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