La equívoca eternidad de Jünger
Es, con probabilidad muy alta, el único escritor del planeta en condiciones de afirmar: "Cuando publiqué mi primer libro, hace 75 años... "; y no parece que a su edad bíblica vaya todavía a renunciar del todo al ejercicio de sus polivalentes registros artísticos, que son su riqueza. El Premio Goethe con que se le distinguió en 1982 fue una buena ocasión para que estallara en Alemania una de esas inevitables tracas que orlan los debates sobre su persona -todavía el verano pasado Günter Grass le ha estado tratando de "sepulturero de la dernocracia"-; a retener que todo ello tiene lugar en el país de la pretendida amnesia colectiva. El otro lado de la paradoja es que sus libros causen furor en Francia, que se le repute como un gran literario justo en el país en que sirvío como oficial del ejército de ocupación. Magris ha hablado no hace tanto del "rancio juego de condenas y rehabilitaciones" de que es objeto Jünger desde las varias azoteas políticas. Parece de justicia con el centenario, en efecto, que se comience en serio a despejar los escombros que obturan el acceso a su obra.Desde luego que no hay que pensar que Ernst Jünger acabe siendo elegido epónimo del siglo XX literario alemán, como Goethe de su tiempo -"la época de Goethe" de los manuales-, pero su existencia ha sido indudable punto nodal de no poca historia reciente del espíritu europeo. Ha visitado durante la guerra a Picasso en su estudio parisiense y se ha relacionado en diversas etapas con Michaux, Kazantzakis, Jaspers, Drieu la Rochelle, Gide, Aron, Céline, Jouhandeau y Cocteau. Antes, Mitscherlich le había considerado su mentor -hasta que llegó la decepción-, y en el Berlín de entreguerras trata o conoce a Brecht, Toller y Kubin. Ha cruzado correspondencia con Cioran, Green y Magritte, y cultivado la amistad -y el debate con Carl Sclímitt y con Heidegger. Por su casa de Wilflingen ha pasado Mitterrand, pero también Borges...
Es suficientemente romántico en su filiación intelectual, por herencia familiar -por vía paterna, una larga jerie de profesores- y por la presión intelectual que todavía en su juventud ejercía la galería totémica de la cultura académica alemana del siglo XIX. El joven oficial que regresa del frente con el aura del héroe es deslumbrado por el fogonazo de Spengler, pero también lee con acuidad a Vico y a los griegos; son estos orígenes plurales los que alimentan su aristocrático ethos de soldado (como una de la reacciones posibles a la carnicería de 1914-1918, se entiende; otra muy distinta fue, por ejemplo, Sin novedad en el frente-1929-, de Erich Maria Remarque, también combatiente en el frente occidental). Al morfologismo histórico del mencionado Spengler -muy transparente en El trabajador (1932), uno de sus trabajos más polémicos- se incorpora, no hay que decirlo, Nietzsche, que le señala indeleblemente con su equívoco culto de la fuerza, exornado después por el propio Jünger con variada hojarasca mítico cultural, en parte legible todavía, hay que de cirlo (Tempestades de acero, de 1920, el diario de guerra que entusiasmaba a Gide).
Son también de interés sus concomitancias con Goethe, y ello ni siquiera principalmente porque algún escrito de Jünger -sobre cristalografia, por ejemplo- resulte obviamente vecino de las tesis goethianas. Del olímpico de Weimar le han atraído muchas cosas, desde la hipótesis sobre los colores hasta, más abstractamente, la intuición organicista -"botánica"- sobre la realidad en torno; pero también se dan homologías en la salutífera distancia que ambos han guardado de la abstracción especulativa, en el desconcertante equilibrio conformismo/inconformismo de sus actitudes, en la misina pasión coleccionista (Jünger es también un célebre entomólogo). Para que nada falte, también Jünger perdió un hijo en Italia. Su biografía y su obra parecen delinear los límites al despliegue del programa goethiano en el presente siglo, no poco calamitoso también para los alemanes, pero de ese vigoroso venero fluye asimismo no poco de lo mejor de la tónica escritura de Jünger.
Los mapas de situación de su narrativa y su obra memorialística acusan colores cálidos, luces sugeridas, ritmos potentes. A veces se escora visiblemente hacia las grandes novelas alemanas "de formación" -hacia Hermann Hesse en Heliópolis (l949)-; sobre todo describe, pero el, en general, débil pulso narrativo de sus textos puede perlarse a veces de sobrecogedoras inminencias -Visita a Godenholín (1952)-. Sus novelas no suelen tener un patrón de acción demasiado complicado, pero contienen páginas que siguen emocionando por la autenticidad de lo vivido, y no sólo en su obra primera. Ha adoptado mucho de las tradiciones literarias alemanas que magnifican la guerra -Kleist-, a lo que no infrecuentemente incorpora bastante de lo que requería el imaginario de su público lector y destinatario: en los años veinte formaba parte del mismo un tal Adolf Hitler (con quien se escribía por entonces; y no es poco enigma, sin embargo, la intervención expresa y probada del hombre de Braunau, poco proclive a la piedad, como es conocido, para que se dejara incólume a Jünger en el turbión de ejecuciones que siguió en 1944 al atentado fallido de Stauffenberg). Bastante más que dudoso es ya que El trabajador haya sido escrito para servir de soporte teórico-programático al salvajismo que accedería al poder en enero de 1933. Son muy de época -y muy premonitorios- esos apuntes sobre la despersonalización derivada de las aplicaciones técnicas o sobre el cultivo inane de la velocidad. El quiebro temático vino bastante después, con la "sabiduría natural", la magia de las islas, el distanciamiento escéptico de la política.
Han pesado muchas hipotecas sobre la obra de este anarca, sobre todo su estética de guerrero de los comienzos. Ha descrito horrores desde un cierto nihilismo, pero también desde una tradición muy respetable. Precisamente lo paradigmático de esta figura debiera exigimos un ajuste cuidadoso del gálibo de nuestras apreciaciones, y volver a la "inmanencia de los textos" a los criterios literarios de su verdad documentable. La sombra que proyecta alguna de sus contradicciones -su silencio elitista ante los bárbaros- no debiera abolir los derechos del "placer del texto".
Leída así, como arte, su "apocalipsis secular" sigue resistiendo la prueba. Jünger no es Benn, con quien se le contrasta siempre, ni tiene la aterradora pureza formal de éste. Pero no creo que desee que se le lea con confusión de sus intenciones, o de su identidad.
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