La prueba del éxito
Para los que hayan llegado tarde, conviene recordar que ya se, explicó aquí el martes pasado cómo en nuestro país la prueba de la realidad se rechaza sin problemas siempre que la propia opinión, al. ser sometida a ese contraste, pueda considerarse desautorizada. Pocos días después hubo ocasión de verificar ese comportamiento. mediante un ejemplo rotundo. Porque de nada le valió al ministro de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch, aceptar como suyas las firmas de algunos documentos donde solicitaba a las beneméritas autoridades de Laos la entrega del fuguillas de Luis Roldán. Inmune a semejante reconocimiento, impertérrito, sin descomponer la figura, un rotativo se vahó de la convocatoria a unos peritos calígrafos ocasionales para cIamar en grandes titulares: ¡así no se firma!Ahora el criterio último para juzgar cualquier actividad es el éxito, capaz para algunos de reabsorber todos los errores, de ser. un quitamanchas invencible y de convertirse en la medida de todas las cosas. Es cierto que veníamos de la posición contraria del péndulo y sin duda convenía que los españoles superasen esa pronunciada tendencia de atribuir al fracaso el máximo prestigio. Los rastros de esa actitud pueden seguirse al menos desde el siglo XVI y tal vez desde antes. Es más, fue sin duda el conocimiento de esa proverbial fruición con la que aquí durante centurias se saboreaba la derrota, lo que hizo acuñar al lacónico almirante Carrero aquella afortunada y exquisita definición de triunfalistas de la catástrofe para referirse a los opositores demócratas al franquismo, justo en enero de 1968 en el momento en que se declaraba una vez más el estado de excepción, se suprimían las tasadas libertades de aquel régimen y se regresaba a la censura previa de prensa e imprenta a la que se adhirió la Asociación de la Prensa de entonces mirando como siempre por nuestro bien.Llegados a este punto de nuestro carácter nacional, hay que reconocer la aportación decisiva del Opus Dei para superar esas actitudes sociales generalizadoras de la sospecha sobre cualquier prosperidad, excepto la que hubiere sobrevenido como resultado de los azares y necesidades providenciales de la herencia. Pues bien, frente a ese catolicismo tradicional de las manos muertas, bajo el cual en nuestro país el prestigio social de una familia se medía por el número de generaciones que llevaba sin trabajar, la Obra de monseñor Escrivá importó los valores de la reforma protestante que habían sido siglos antes el punto de ignición del capitalismo europeo. Algunos se pasaron en la dosis y de ahí fenómenos como el de Rumasa. Pero, en términos generales, el éxito y la prosperidad dejaron de ser sospechosos y lejos de dificultar el acceso futuro al club de los bienaventurados, se convertían en signo de predestinación que anticipaba a los esforzados. indicios de avance en la escala para situarse a la hora del banquete celestial cada vez más cerca de la diestra de Dios Padre. Al rico se le reconocían sus méritos y luego, con Ronald Reagan, al pobre empezaron a imputársele deméritos. El éxito pasó, a ser el único criterio de verdad. Cómo advirtió Cuco Cerecedo, la mierda debe ser excelente porque millones de moscas no pueden equivocarse.
Pero conviene advertir también que las aves carroneras no son siempre policías inofensivos: "Hay, al parecer, especies que inesperadamente arrojan atabismo la oveja que se halla paciendo a su borde. Luego celebran su comilona allá en lo hondo. Es el esquema de un crimen sucio: primero es preciso llevar a la víctima a la situación en que el malhechor pueda gozar de ella. A esa clase de gente pertenecen asimismo quienes se dedican a ensuciar, a manchar a los demás, los denigradores profesionales". Véase la anotación fechada en abril de. 1965 por Ernst Jünger, que el próximo sábado día 25 habrá cuinplido cien años, recogida en. el tercer volumen de sus memorias (Pasados los setenta 1 (1965-1970) Radiaciones) recién publicadas por Tusquets Editores en su colección Andanzas.
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