Los dos cuerpos del rey
Si uno de los fundamentos de la teología política medieval era el axioma de que "el rey en cuanto Rey nunca muere", el origen del que mana toda la política moderna fue, por el contrario, la muerte del Rey. El Parlamento inglés hizo rodar la cabeza de Carlos I no por el placer de matar a un rey sino para inaugurar, con la muerte del Rey, un tiempo nuevo a partir del "año primero de la libertad", del mismo modo que casi siglo y medio después la Revolución Francesa segó la vida del rey Luis XVI como parte del ritual del nacimiento de un nuevo orden político y social, y todavía un siglo más tarde los bolcheviques rusos, dubitativos acerca del destino que depararían a la familia Romanov, tomaron la suprema decisión de exterminarla como se arranca del jardín un mala planta, de raíz.Pues si el rey nunca muere en cuanto Rey es porque tiene dos cuerpos, como recuerda Ernst Kantorowicz en el precioso libro del mismo título: inmortal, incorruptible el uno; perecedero, destinado a los gusanos el otro. Con objeto de liquidar el cuerpo inmortal del Rey, ingleses, franceses y rusos hicieron subir al cadalso o colocarse contra el paredón el cuerpo mortal de un rey. Un cadalso es, entonces, el cimiento sobre el que se basa el Estado moderno, pues el Pueblo que inaugura la nueva historia de libertad e igualdad no encuentra mejor fórmula de desacralizar el cuerpo eterno del Rey que cortar la cabeza de un rey mortal.
¡Qué ocurrencia evocar el rito primordial de la muerte del Rey como origen del tiempo de la libertad el día mismo en que una hija de rey contrae matrimonio en una ciudad, tan rebosante de vida como Sevilla a mediados del mes de marzo! Pero es el caso que, en las tormentosas relaciones de amor y odio que han regido las relaciones de Pueblo y Rey en España, hemos conseguido el singular palmarés de ser el país que más reyes ha expulsado de su territorio y, a la vez, el que nunca ha conducido a un rey al cadalso; salió Fernando de España y siguió después el mismo camino su viuda, la reina María Cristina; tuvo que poner tierra por medio su hija, Isabel, aquella "señora imposible" a la que Cánovas no quería ver ni en pintura; abandonó cansado Amadeo y se marchó Alfonso entre coplillas. ¡Viva el trono con honra! fue entre los españoles del siglo XIX y hasta 1931 un grito al que podía seguir sin solución de continuidad el de ¡Abajo los Borbones! Abajo o fuera; caídos del trono o enviados, al exilio, "marchaos" o "echaos" pero nunca muertos por la mano del verdugo histórico del Rey, ese Pueblo revolucionario que, pretende amasar con sus manos su propia historia.
El español es el único pueblo que, desde 1808, ha expulsado a casi todos sus reyes sin haber dado nunca muerte al Rey. La restauración monárquica quedaba siempre como una posibilidad abierta: si somos los que más tronos hemos derrocado, somos también los que más tronos hemos restaurado. Reinstaurada por última vez en 1975, y no tras la muerte de un rey sino de un dictador, la monarquía renacía así, por necesidad, demasiado humana: el rey restaurado sabía, y muchos esperaban, que en cuanto Rey podía morir. Es más, hubiera probablemente muerto si no hubiese salido a la calle en. busca de lo único que podía darle, en cuanto Rey, larga vida: la aceptación y el calor popular.
"No tengo hoy el amor de mi pueblo", lamentaba el rey Alfonso el día de su marcha, como diciendo: el Pueblo, mi hijo, vuelve la espalda al Rey, su padre. El nieto de Alfonso, sin embargo, fue adoptado, en una inversión de papeles, como rey-hijo por un pueblo que nunca podrá ver en su figura el cuerpo inmortal del Rey. De ahí que sean vanos los intentos de sacralizar al rey Juan Carlos fabulando que es hijo de Rey. Ésta es una monarquía decididamente humana, hija adoptiva como es de un pueblo que la acepta. Por eso puede el pueblo sevillano festejar la boda de la hija del rey como si se tratara de la boda de su niña, cuerpo de Pueblo tanto como cuerpo de Rey.
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