Cunegunda de nuevo violada
El espectáculo de la política española desde hace algún tiempo induce, sobre todo, a la autoprotección. Entre las diversas escuelas que ya han nacido a la hora de practicarla, dos son las que merecen mayor respeto por su originalidad y por la satisfacción que proporcionan al público. La primera consiste en la práctica del sarcasmo hasta la apoteósis con lo que convierte en ridículamente irreales muchas posturas que se plantean con pretensiones de pomposa seriedad. Es el género que cultiva Miguel Ángel Aguilar que tiene el mérito de descubrir que el esperpento no deforma la realidad sino que a veces la retrata. Otra escuela de autoprotección nació pasados días cuando Juan Pablo Fusi hizo una solemne declaración de desidentificación con la clase política en general y los escándalos de la gobernante en particular. Esa escuela permite indignarse incluso con virtuosismo aunque perdería tono patético de hacerlo con excesiva frecuencia. Otra ventaja es que permite tomar carrerilla para la conmemoración centenaria de 1898 y exhibir la consabida distancia entre la España oficial y la real, que es de añeja prosapia en la cultura española.A esos dos boxeadores que se fajan sudorosos, en el ring de la política española, la reciente encuesta de Demoscopia les ha descubierto las desnudeces y las flaquezas. En realidad no es que ninguno de ellos vaya a ganar dramáticamente por K.O. sino que prolongan el combate a base de agarrarse por no caer al mismo tiempo ambos. A veces las novelas o las películas de la serie negra multiplican el patetismo al concluir con la desaparición física de todos los contendientes, pero la longitud y repetición de esos finales puede resultar grotesca.
Los profesores universitarios no somos gran cosa pero sabemos que si un compañero de profesión suspende mucho el problema suele residir en él y no en sus. alumnos. Cuando todos los personajes políticos ven disminuir su aprecio popular, existe una desconfianza generalizada hacia ellos, los mayores escándalos no modifican la intención de voto y lo que unos pierden los otros no acaban de conquistarlo, hay que pensar si no son demasiadas coincidencias. Ortega a este respecto sacaba a colación el caso de la Cunegunda del Cándido de Voltaire. Si viéramos llegar a "una mujer convulso el aliento, las greñas al aire y clamando que ha sido en el vecino monte violada" en principio la creeríamos pero con la repetición de ese acontecimiento acabaríamos sospechando de su virtud. Si la gentil protagonista de Voltaire fue perdiendo su reputación la razón estribó en que, cuantas veces la ocasión se presentaba, quedaba indefectiblemente violada. En parecidas circunstancias queda la clase política española después del retrato de Demoscopia. Lo peor del caso es que, a diferencia de lo que sucede en otras latitudes, una situación como ésa no engendra ni tan siquiera nuevos movimientos políticos. Es posible que un día, como en Italia, un debate sobre una cuestión abstrusa tenga como consecuencia un derrumbamiento súbito de los principales partidos, pero la fecha parece todavía bien lejana.De momento habrá que acorazarse con el sarcasmo y con la conciencia de que no sólo es que exista una ancho abismo entre la España política y la real sino que ellos -los de la primera- son distintos, bastante raros y, en general, peores. Hay, sin embargo, excepciones y buena prueba es la propuesta de Duran i Lleida para pactar la fecha de una disolución anticipada. Si, en principio, esta fórmula es poco recomendable y la insistencia del PP en pedirla la convirtió en poco menos que detestable, por inoportuna, la verdad es que el paso del tiempo contribuye a resucitarla no sólo porque incrementa el catálogo de responsabilidades políticas (y de otro tipo) del Gobierno sino porque tampoco acaba de mejorar a la oposición que, a la que puede, se dispara hacia la demagogia. Es razonable, por tanto, llegar a ese género de acuerdo aunque sólo sea para acelerar los ritos de iniciación a la sensatez de los opositores pero, por ello mismo, resulta improbable que la propuesta de Duran triunfe. Los pecados de la política española no consisten sólo en la corrupción o la tendencia a escenificar de forma excesiva conflictos gratuitos sino en la incapacidad para llegar a acuerdos sensatos de cara al ciudadano. La ventaja de la democracia es que ésta siempre podrá acabar por imponerlos.
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