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Entre la chapuza y el insulto

Contaba mi padre que había en el Parlamento de la II República un diputado de la CEDA que disparaba sus invectivas tras una cortina de peroratas engoladas e interminables. Y que acusando un día al Gobierno de desidia en los asuntos de América, se ponía como ejemplo de lo que había que hacer:-Porque yo, señorías -exclamaba histriónico para rematar al discurso-, que he cruzado 11 veces el Atlántico...

-Entonces está usted allí -le interrumpió un diputado de la oposición.

¿No les gustaría a ustedes que nuestros debates políticos tuvieran un poco de ese ingenio perdido, de esta sagacidad para desautorizar al contrario? ¿No están de acuerdo conmigo en que la rapidez mental y la agudeza son mejores armas políticas que el mero insulto?

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De entrada, para emerger y subsistir, el ingenio requiere reflexión y análisis, virtudes políticas por excelencia, y en general va acompañado de la ironía que ayuda a distanciar los problemas lo suficiente como para poder verlos con mayor claridad, todo lo cual hace que el debate sea fructífero y aumente el interés de la gente por la cosa pública; el insulto, en cambio, el agravio, al carecer de raciocinio, investigación, diagnóstico y comprobación, si bien al principio sorprende y escandaliza, cuando al cabo de muy poco se convierte en costumbre pierde el sentido y aburre. Y lo que es peor, se contagia. Se me dirá que no todo el mundo tiene la capacidad ni la inteligencia suficientes para elevar el discurso a esas alturas. Sin embargo, no hay que olvidar que el ingenio, como la memoria y la energía e incluso la inteligencia, se agudizan con el ejercicio. Para insultar y descalificar, lo único que hace falta es encono, y el encono ni convence ni favorece a nadie, y además pone en peligro los corazones.

Estamos asistiendo a una lucha encarnizada por el poder. Por mucho menos nuestros antepasados sacaban porras y bastones, y se lanzaban a la calle para luchar y defender con sangre a su jefe. La democracia y sus Parlamentos se hicieron para que los guerreros trasladaran sus luchas al terreno de la palabra, el diálogo, la argumentación, el debate, pudiendo acerar cuanto quisieran sus armas dialécticas una vez analizados los argumentos de los oponentes. El insulto parece haberse quedado a medio camino entre las porras y la dialéctica. No hay sangre, es verdad, pero tampoco hay inteligencia.

Nuestros debates políticos nunca fueron nada del otro mundo, ni en el centro ni en la periferia, pero al menos hace unos meses se podían oír sin ruborizarse. Ahora quedará defraudado quien busque algo más que la desautorización sistemática del contrario. En los últimos meses se han acrecentado tanto los ataques desprovistos de análisis, con razón o sin ella, que la injuria, a falta de otra cosa, se ha convertido en un arma arrojadiza y escandalosa a la que ningún director de periódico, ningún periodista, ningún político está dispuesto a renunciar. Se insulta a un ministro porque hace una rueda de prensa y se le insulta porque no la hace. Se le insulta porque ha encontrado a un fugitivo de la justicia, se le insulta por la forma en que lo ha encontrado, se le insulta porque no lo ha encontrado antes, porque no le han traído con pinzas desde los pasillos de su huida, se le insulta porque dice y porque no dice. Se insulta al Gobierno porque la Bolsa baja, si sube se le insulta porque ha querido engañarnos. Se insulta al ministro de Economía porque se devalúa la peseta, con el franco, el dólar y la lira, y se le insultaría de no haberla devaluado por falsario, por hipócrita, por irresponsable y por cínico. Y los insultados, en lugar de responder con argumentos que justifiquen sus actos, o exponerlos con claridad, con sus limitaciones y sus defectos, insultan a su vez. Y como, en cuanto se ha dicho lo peor de una persona, no cabe añadir más, hay que buscar otro asunto y volver al improperio, a la injuria, con lo cual el pobre ciudadano no da abasto para estar al tanto de tantos insultos, y como no sabe por qué se insulta, para no parecer tonto insulta también. Todos insultamos todo el tiempo, sistemáticamente, porque sí, sin más.

Y el insulto se propaga y tiñe todas las capas de la sociedad y se convierte en moneda corriente. Si mañana, por ejemplo, aparece en un periódico que su madre de usted tiene un burdel en Guadalajara, será usted el que tenga que demostrar que no es cierto, porque al que insulta ya no se le exige, como corresponde a un Estado de derecho, que demuestre su acusación. Y aunque usted logre dejar limpio el buen nombre de su madre y de su familia, esa mancha quedará para siempre en su currículo. "Se dijo en su momento..." se dirá de usted en su vejez. A tan bajo nivel hemos descendido que no hace muchos días he visto en un periódico local a un ministro convertido en tampax por obra del ingenio de un dibujante. ¿A esto ha quedado reducido nuestro sarcasmo, nuestra invectiva? ¿Al gracejo estúpido del tampax?Se me dirá que el encono tiene muchos y variados motivos, que nos , debatimos en un ambiente de chapuza política sistemática. Más a mi favor. Con el insulto se esconde el problema y ni se convence ni se consigue te ner razón, porque la razón se pierde con él. La razón y el insulto pertenecen a dos ámbitos distintos, como si quisiéramos medir en metros lineales la capacidad de un bidón. Compren dan además nuestros políticos que si insultan a otro político, insultan al pueblo que le votó no hace tanto y para un periodo que aún no ha terminado.La verdad es que el pobre ciudadano, cuya vida política se reduce a seguir el debate político y a votar, nunca lo había tenido peor: bombardeado por las chapuzas de unos, los insultos de los otros y el ingenio tampax de cierta prensa, se siente! presionado por golpes y no por argumentos como quisiera, porque sabe que de sus votos depende que las cosas cambien. Pero ¿cambien para qué? Con tanto insulto y tanta descalificación apenas logra compren der lo " que se le ofrece, como no sean líneas generales y promesas de buen hacer.

Estamos dispuestos a dejarnos convencer, pero no con aspavientos, no con insultos ni descalificaciones, sino con análisis. certeros, con inteligencia, y, cuando llegue el momento, con pruebas y sentencias.

¿Podrían tener sus señorías un poco más de deferencia para con sus futuros votantes aguzando su ingenio y su inteligencia, o en su defecto sus buenas maneras? No pierden nada con ello, sino todo lo contrario. Se puede ser más mordaz y más efectivo con la verdad que con la calumnia, con la sagacidad que con el insulto, con la reflexión que con el escándalo.

Quiero creer que todo se reduce a un mal viento pasajero y que un día volveremos a debatir nuestros problemas con cordura, tranquilidad y ¿por qué no? con respeto. Porque mal andaremos si este proceder se convierte en costumbre. Nuestra joven democracia y los partidos políticos son los que más sufrirán. Reparen sus señorías en que la gente está cansada de tanta acusación, de tanta extraña connivencia para el insulto entre partidos tradicionalmente opuestos. Ya han aparecido los primeros chistes que, en nuestro país, anticipan el descalabro de aquellos a quienes señala. Y aunque una parte del personal se suma a la histeria colectiva, otra no menos amplia comienza a retirarse asqueada por el bajo nivel del debate, o por simple aburrimiento.

Porque, ante este panorama, a los ciudadanos, hoy por hoy, no nos queda más opción que debatirnos entre la chapuza y el insulto. Y a fin de cuentas, puesto que la chapuza es un mal que venimos sufriendo desde hace siglos, un mal del que todo el país adolece, un mal que conocemos por nuestro y del que por lo mismo no se librarán tampoco los que vengan, quizá la prefiramos al insulto que nos envilece. ¿Hay algo más triste?

Rosa Regás es escritora.

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