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Un misterio

Hay un misterio de la electricidad y otro del cálculo que, combinados, permiten averiguar en un instante dado cuántas personas se hallan sentadas delante de un mismo programa de televisión en toda la Península, y ese doble misterio le llamamos un sondeo de audiencia. En segundo lugar se clasifican las telenovelas. En tercer lugar lo hace no sé qué programa de busca y captura a cargo del hombre lobo. La cuarta posición ya no nos interesa. Pero en el primer puesto de todos los sondeos, alto como los ojos de la jirafa oteando el horizonte, digno como el manchado leopardo dominando la audiencia desde la rama de su acacia, se halla la programación de documentales que después de las comidas nos sirven las cadenas que han optado por nombres escuetos y matemáticos: Canal+ y La 2.Técnicamente, las imágenes son de una calidad sorprendente. Unas veces la cámara sigue la senda del oso hormiguero. Otras estudia la siesta del león. Otras veces introduce al espectador por sistemas ignorados en la propia madriguera de la serpiente, o en el cubil del mero, y no hay resquicio de la fauna, la flora y la gea que no sea, explorado. Hasta el canibalismo de la mantis religiosa es motivo de encanto. Los clanes de monos se regodean ante las cámaras con especial delectación. Y abundan los pingüinos. Millares de pingüinos. Se diría que los pingüinos ocupan en los documentales sobre la naturaleza un lugar desproporcionado a su importancia como especie viviente. Los pingüinos desembarcan a la hora del café con la fuerza de su número, su porte erguido, su andar mecánico, en una suerte de pesadilla antártica o de culto a los antepasados de Charlot. Sin duda, los pingüinos son baratos de filmar y ello explica su abundancia en nuestras mesas, es decir, en nuestras sobremesas. Quizá su aparición en las pantallas coincide con algún tipo de misteriosa necesidad. Debe hallarse un significado más profundo a ese alarde de pingüinos. En el modelo social imaginario del cineasta de animales, las diligentes comunidades de pingüinos exhiben un comportamiento opuesto al de las desvergonzadas tribus de monos. Representan la caricatura, entre gesticulante y automática, de lo simiesco y lo pingüinesco en nuestro comportamiento social.

(Hay un modo de entender la naturaleza que arroja torrentes de luz sobre las más variadas actividades humanas. Hay quien piensa que el programa de Jesús Hermida es un documental de animales, pero eso no es cierto, aunque su presentador conduzca el juego de pista con hábiles gestos de domador. Yo vi a Fernando Sánchez Dragó comparar a Gil y Gil con Nietzche, o con Lorca, ya no lo recuerdo, mientras el gran elefante recibía el homenaje y sonreía plácido en su taburete soñando con un destino filosófico o literario en otra reencamación. Nadie se atrevía aquella noche con el gran elefante, capaz de derribar de un trompazo dialéctico a cualquier interlocutor. Y así, los demás animales se ganaban su benevolencia con grandes halagos o grandes precauciones. Javier Sádaba, el filósofo, rendía pleitesía y se confesaba filosóficamente interesado por el elefante; pero el elefante le contemplaba con ojo torvo porque, sabiendo que algún día sería Nietzche, confiaba menos en Sádaba que en Sánchez Dragó. El programa de Jesús Hermida no alcanza la audiencia que consiguen los buenos documentales de pingüinos, a pesar del aspecto atildado de su presentador. Es, sin embargo, un programa con pequeñas ignominias, leves sandeces, donde nunca corre sangre, y eso siempre lo agradece el espectador).

Dicen los malayos que el orangután es un mono que sabe hablar, pero que por razones personales ha decidido desde tiempos remotos guardar silencio. Quienes siguen los programas de animales en la televisión saben que el orangután es un animal de ojos melancólicos, largo pelo, largas pestañas y ademanes perezosos. Vive en el fondo de la jungla, donde tiene su yacija, fuma gruesos puros de hierbas aromáticas, y se dedica a escribir (siguiendo el teorema de Hemingway, si el animal no habla es porque escribe). No puedo ocultar el caudal de simpatía que siento por ese mono de brazos desmesurados. El novelista envidia su género, de vida, el puro, la hamaca, el escondrijo de frondas tropicales. Hasta el nombre de orangután resulta al novelista una grata evocación de hombre sabio, de espíritu del bosque, entregado a los juegos amorosos con la orangutana, como fue ampliamente divulgado por otro admirador de orangutanes en una famosa cumbia. Toda la ternura que destila la mirada del orangután la siente el novelista en su corazón. Y aquellos lectores a quienes, el orangután suscite los mismos tiernos sentimientos comprenderán el profundo desagrado, el gran desasosiego que provoca el chimpancé, ese mono cuya más alta aspiración genética parece que consiste en obtener el carnet de conducir.

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Pero mayor fastidio causa cierto elenco de humoristas que se reúne una noche por semana en Tele 5 para darnos la barrila bajo la presunción escolar de que el país necesita un repaso. Nunca se ha visto documental de animales que alcance cotas tan estúpidas de representación. Se supone que tal círculo de humoristas posee desde hace años el carnet de conducir y, por lo tanto, se adivinan mal sus fines. Un público previamente sobornado con elevadas sumas de dinero aplaude sus ocurrencias. Y, a fin de cuentas, surge la sospecha de que el país entero goza de altísimas cotas de entendimiento y de que aquella tertulia, lejos de ser un repaso, constituye una amenaza al nivel de inteligencia nacional. El amante de los orangutanes vuelve a su cobijo, al ensueño de las frondosas sábanas donde le espera la orangutana, y añora el humor sabio y salvaje del cine mudo, de las cáscaras de plátano, de las tartas de crema, de Buster Keaton, del mudo Marx, de cualquier cosa que pudiera imponer silencio al conjunto de laboriosos charlatanes que José Luis Coll reúne en su plató.

Al despilfarro gestual o pingüinesco de tales programas responde la economía sutil del canario, cuya frugalidad le convierte en el único animal capaz de transformar diez granos de alpiste en tres horas de música y en un miligramo de estiércol. Ésa es una hazaña a la que muy escasos presentadores de televisión pueden aspirar, aun cuando comprendamos sus grandes ventajas financieras. Pero hay que reconocer que la observación, con ser exacta, no procede de ningún programa de animales. La teoría del canario, propia de ornitólogos poetas, la expuso en su tiempo Adán Buenosayres, el protagonista de la nunca olvidada novela de Leopoldo Marechal.

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