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Reportaje:

Adiós a San Blas

Si prospera la iniciativa de su junta de distrito, San Blas dejará de llamarse San Blas para denominarse Canillejas, como el pueblo agrícola definitivamente absorbido por la capital en 1949, cuyos orígenes documentales se remontan a 1361, antiguo feudo del marqués del mismo nombre, que entre 1900 y 1940 pasó de 538 a 4.619 habitantes, ejemplo de la atracción que la gran urbe comenzaba a ejercer sobre los habitantes del medio rural. Los mentores de su cambio de denominación justifican su postura en la tradición madrileña que ha conservado los hombres de las localidades anexionadas en los nuevos distritos como Chamartín, Fuencarral o Vicálvaro.

La propuesta del cambio de nombre del distrito ideada por el presidente de la junta, el popular Isaac Ramos, será debatida hoy en el pleno del distrito aunque la decisión definitiva deberá tomarse en el pleno del Ayuntamiento. Por ello, si los concejales de San Blas dan luz verde esta tarde al proyecto, el cambio de nombre del distrito no será efectivo hasta que en marzo se apruebe en el pleno central.

La mala fama, injustificada, o al menos exagerada, de un barrio, protagonista muy a su pesar, con demasiada frecuencia, de la crónica de sucesos, algo ha debido pesar también en esta iniciativa urgente que divide las opiniones de sus vecinos. Como en el caso de Vallecas, las constructoras de las nuevas urbanizaciones de la zona prefieren obviar el nombre maldito al ofertar sus más recientes promociones.

El Gran San Blas emergió en los primeros años sesenta al costado oriental de la urbe, megabarrio de absorción dispuesto a recibir a las continuas y perseverantes oleadas de emigrantes que abandonaban el medio rural para escapar de la pertinaz sequía y de las múltiples y diversas lacras que asolaban los empobrecidos campos de Iberia. Con la esperanza de un ilusorio futuro mejor para sus hijos, miles de campesinos malvendieron sus tierras y las trocaron por modernos y aparentes pisos de la nueva periferia urbana, jaulas recién pintadas, trampas urdidas por especuladores sin escrúpulos, amparados por emblemáticas obras sociales, pura fachada propagandística del desarrollismo franquista. En el Gran San Blas, a la pésima calidad de la construcción se unía su, precaria cimentación sobre arcillas expansivas y, por supuesto, la más absoluta carencia de equipamientos, servicios e infraestructuras.

Los primeros pobladores del Gran San Blas eran campesinos inmigrantes, pero no incautos, ni mucho menos sumisos; los movimientos vecinales, tras prolongada lucha, consiguieron detener el proceso de ruina prematura de sus viviendas, que fueron objeto de una imprescindible remodelación. Lograron con su esfuerzo que las viviendas fueran habitables, pero siguieron viviendo en un barrio inhabitable, inhóspito y abandonado a su suerte.

El distrito de San Blas es algo más que un barrio, es un barrio de barrios: Canillejas, Simancas, Rejas, Arcos, Hellín, Rosas, El Salvador, Las Musas, Las Mercedes y Ciudad Pegaso, entre otros, conjunto desestructurado de viviendas y zonas industriales en el que se acumulan sin orden ni concierto urbanizaciones residenciales, chalés y fábricas, almacenes y talleres, sólidos edificios de nueva planta y bloques remodelados supervivientes de los años heroicos. Las asociaciones de vecinos y los primeros ayuntamientos democráticos han ido paliando las deficiencias primarias de este gran distrito oriental de Madrid, que cuenta hoy con numerosas zonas verdes, tres centros culturales (Antonio Machado, Buero Vallejo y Miguel de Cervantes) y el singular estadio deportivo, popular y acertadamente llamado La Peineta, en cuyos desolados alrededores se prepara un flamante campo de golf, auspiciado, como el estadio, por la Comunidad.

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Relativamente cercano y bien comunicado con el centro de la ciudad, San Blas-Canillejas tiende a olvidar los malos tiempos para convertirse en un barrio con excelentes perspectivas de futuro. No se puede decir lo mismo de su zona industrial, en la que se hacen visibles las mellas de empresas y fábricas que cerraron y cuyo recuerdo se hace patente, con desesperación y rabia, en ajadas pancartas e iracundas pintadas que dejaron en sus muros los trabajadores despedidos como memorial de agravios y vejaciones.

Invertebrado y caótico, elbarrio de Canillejas se abre en numerosos descampados y solares donde jóvenes marginados, venidos muchas veces de otras zonas de Madrid como recuerdan algunos vecinos ofendidos, fueron labrando la leyenda negra de autodestrucción y violencia que contaminó el honrado nombre de San Blas, patrono de las enfermedades de la garganta, que ha ido perdiendo sus advocaciones madrileñas. Una mínima calle del barrio de Atocha seguirá conservando su nombre en el santoral callejero, y muy pocos serán los madrileños que recuerden que San Blas se llamaba el cerrillo del Observatorio, situado en los confines del Retiro, lugar de culto dionisiaco, de bacanal y akelarre, en el que se celebraba, la noche de San Juan, la medieval y subversiva fiesta de los locos, o del rey de los cochinos. Un antiguo dicho madrileño enviaba al cerro de San Blas a los inoportunos, por no enviarlos a tomar vientos o a freír espárragos. Quizás en el subconsciente de aquellos fraudulentos constructores del Gran San Blas quedaba memoria del despectivo aforismo.

Cuando los primeros ediles de la democracia aterrizaron en el desolado San Blas, pusieron manos a la obra construyendo kilómetros de aceras y bordillos, desplegaron toneladas de asfalto y centenares de farolas y puntos de luz. Los responsables de aquellas presuntas obras sociales del franquismo que alumbraron, es un decir, el nuevo barrio, buscando etiquetas de impacto, llegaron a denominar sus infames actuaciones urbanísticas en la periferia de Madrid como Plan de Humanización de los Suburbios, rizando el rizo de la más farísaica hipocresía.

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