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Los niños y los toros

La Asamblea de la Comunidad de Madrid aprobará el jueves la ley de garantías de los derechos del niño, cuyo proyecto buen revuelo armó la pasada semana cuando se supo que prohibía a los menores de 14 años asistir a las corridas de toros. Los tres principales partidos políticos habían llegado a un consenso, quizá convencidos de que la contemplación del espectáculo taurino atenta contra la salud mental de los niños. Nadie duda de su buena fe, como tampoco hay Motivos para poner en duda la buena fe de aquellos prepotentes inquisidores, definidores del bien y del mal (hasta que los disolvió la Constitución de 1812), cuyo mesianismo les inducía a condenar a los ciudadanos que se torcían de la senda recta, la moral única, el mandato divino.Hay también mucho de ignorancia, y la ignorancia ya se sabe que es audaz. Posiblemente, un porcentaje estimable de los políticos prohibicionistas no sepa cómo se comportan los niños en los festejos taurinos. Lo que suele ocurrir con carácter general es que les deslumbran el colorido y la emoción propios de la lidia durante los dos primeros toros, y al tercero ya están cansados de estar allí, entre otras razones, porque una localidad de tendido es incómoda, y los niños lo que quieren es correr y saltar. Algunos de ellos, sin embargo, disfrutan del espectáculo y pedirán que los lleven de nuevo. Otros se aburren y no quisieran volver. Los padres, naturalmente, toman, nota de todo ello, deciden en consecuencia lo que creen conveniente para la mejor formación de sus hijos y les trae sin cuidado lo que opine al respecto la Asamblea regional madrileña.

Ni esa Aáamblea -ni nadie- es quién para suplir a los padres en sus opciones educadoras y en sus responsabilidades, menos aún para prohibirles nada, sobre todo en lo referente a un espectáculo cuya naturaleza se viene debatiendo desde sus mismos orígenes, sin que ninguna opción -la favorable y su contraria- haya conseguido sentar conclusiones convincentes. No existen datos sobre los daños o los bienes que puede reportar a un niño la contemplación de la lidia de un toro bravo. Cuanto se dice al respecto no pasa de ser. teoría, retórica y paradoja. Los que rara vez van a los toros (o acaso no. fueron jamás) fabulan unas historietas de violencia y tortura completamente ajenas a la realidad. Los que asisten habitualmente a las corridas, en cambio, no podrán argüir que el espectáculo es edificante para los niños,pero saben que las criaturas y sus papás. se van de la plaza al concluir la función sin mostrar síntoma alguno de frustración ni de agresividad.

Las corrientes europeas en defensa de los animales y sus piadosos colectivos nos tachan de crueles por mantener la fiesta de los toros. Que no cunda el pánico. Uno diría que no es para tanto. Uno mira a los ingleses, a los holandeses y, de este tenor, Europa adelante, y no los ve mejores que los españoles.

Ese menosprecio de Europa hacia la España taurina ya viene de antiguo. Carlos IV llegó a prohibir por eso la fiesta de los toros. Y en prueba añadida de su ejemplar sensibilidad, durante el vergonzoso retiro en Bayona dirigía efusivas felicitaciones a Napoleón cada vez que las tropas francesas alcanzaban una victoria sobre los españoles en su heroica lucha por la independencia. Los hay cretinos. El anterior Borbón, Carlos III, también le hizo un recorte a la fiesta, seguramente presionado por las cortes europeas, principalmente Holanda e Inglaterra, cuyos embajadores manifestaban su desprecio por tan bárbaro espectáculo. Ahora bien, cuando el propio Carlos III publicó la ordenanza en la que favorecía la emancipa ción de los esclavos y castigaba a quienes los marca ran a fuego y los hicieran víctimas de otras torturas o tratos degradantes, los sensibles animalistas ingleses y holandeses protestaron vehementemente por considerarla demasiado benigna y contraria a sus intereses coloniales.

Mucha hipocresía hubo siempre. Ya en nuestro siglo, Primo de Rivera quiso dar un toque enternece dor a su dictadura prohibiendo a los niños ir a los toros, y sólo consiguió que no le hicieran ni caso. Hasta hace tres años, nadie derogó la ley -ni siquiera Franco-, pero tampoco se cumplió nunca, seguramente porque carecía de sentido. Y eso es exacta mente lo que sucedería ahora si los políticos madrileños se empeñaran en restablecer la prohibición.

Una ley no debe ser tonta.

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