La guerra absurda
Ecuador y Perú tienen la misma geografía y una historia común, los habitan las mismas razas, y sus problemas políticos, económicos y culturales son intercambiables. A pesar de] ritmo elevadísimo de su tasa de natalidad, cuentan con un territorio en gran parte despoblado y con cuantiosos recursos naturales que la ineptitud de sus gobernantes desaprovecha desde hace siglos con perseverancia digna de mejor causa. Que, en estas condiciones, ambos países se hallen entrampados en un conflicto armado, precisamente ahora, cuando la integración regional gracias a organismos supranacionales como el Pacto Andino, Mercosur y NAFTA, parecía en marcha, dice mucho sobre los estragos que la miopía nacionalista seguirá causando todavía por buen tiempo en América Latina.Como, en caso de guerra, los Gobiernos se sienten autorizados a exagerar y a mentir en defensa de su causa, es muy difícil saber a ciencia cierta, entre las contradictorias versiones que vienen de Lima y de Quito, qué es lo que desató en esta ocasión las acciones militares. Hay, sin embargo, indicios de una posible explicación. Como es sabido, al igual que en 1981, cuando hubo también una escaramuza militar en esa zona, el pretexto han sido los 78 kilómetros de frontera que aún faltan por demarcar, de los 1.600 ya delimitados, con aquiescencia de ambas partes, según el Protocolo de Río de Janeiro firmado por Perú y Ecuador en 1942, aprobado por los Parlamentos de ambas naciones y sancionado por cuatro países garantes: Estados Unidos, Brasil, Argentina y Chile.
Los reparos que Ecuador opuso en un principio, a la señalización de ese tramo de 78 kilómetros, que siguen, más o menos, los meandros de la llamada Cordillera del Cóndor, parecieron razonables: la realidad geográfica de esa selva inextricable no correspondía con exactitud al trazado de los mapas y cartas utilizados en el Protocolo. Para subsanar estos errores, y de común acuerdo, los dos países se sometieron al arbitraje de un experto, el cartógrafo Días de Aguiar, quien cumplió su cometido en los plazos debidos. Pero, cuando todo quedó expedito para colocar los mojones fronterizos, había surgido otro impedimento insuperable: Velasco Ibarra.
Que este extraordinario personaje, uno de los más pintorescos caudillos civiles producidos por un continente pródigo en ellos, no haya generado aún una gran novela, es una imperdonable deficiencia de la literatura ecuatoriana. Fue cinco veces elegido presidente del Ecuador y, las cinco, derribado por los gorilas militares. Su irresistible popularidad residía en su dominio del balcón, desde el cual (citando siempre a los poetas clásicos y a menudo en latín) sobrecogía a las multitudes con discursos patrióticos que las mecían entre la euforia y el llanto. Su tema favorito era la reconquista del territorio -¡nada menos que la mitad del cuerpo sagrado de la patria!- engullido al Ecuador por su vecino sureño. Debía de ser muy persuasivo porque no hay político ecuatoriano que se atreva a desmentir esta fantasía histórica, ni gobernante de Quito que facilite la demarcación de los malhadados 78 kilómetros, con lo cual -quedaría finiquitado -el viejo litigio, y, aún más importante, Ecuador y Perú podrían por fin establecer una estrecha cooperación para el aprovechamiento conjunto de los recursos de una región que , sólo ocupan ralas comunidades indígenas de la familia de los jíbaros, que no saben siquiera por qué de tanto en tanto les zumban las balas sobre las cabezas, y a los, que los peruanos y ecuatorianos "civilizados" -caucheros, buscadores de oro, narcos, prospectores de petróleo, misioneros y militares- han maltratado y despojado por igual a lo largo de toda su historia.
Es una región que yo conozco, en ella ocurre buena parte de mi novela La casa verde y no debe de haber cambiado mucho desde que, remontando sus majestuosos ríos en canoas aguarunas, descubrí la existencia de Túshía, señor feudal, que vivía en el corazón de esa maleza, con su harén y su ejército particular, con el que asolaba periódicamente las aldeas indígenas para robarles el jebe y las doncellas. Esa tierra nunca fue ecuatoriana, y, aunque en teoría siempre formó parte del Perú, en verdad sólo ha sido hasta ahora de los aguarunas, huambisas, shapras, jíbaros, shoares y demás tribus infortunadas a las que nadie toma en cuenta en esta disputa, aun cuando, sin duda, ellas serán, como siempre que hay matanzas en la Amazonía, sus principales víctimas.
Entre la Cordillera del Cóndor y las orillas del río Cenepa, territorio que según el Protocolo de Río se halla de manera inequivoca en la parte peruana de la frontera, los militares ecuatorianos instalaron una pequeña guarnición -Falsa Paquisha-, que, al ser detectada, dio origen al choque armado de 1981, el que culminó con él retiro de aquélla. Pero en los lustros siguientes hubo nuevas infiltraciones, y en 1991, los entonces cancilleres del Perú, Carlos Torres y Torres Lara, y del Ecuador, Diego Cordobez, firmaron un "pacto de caballeros" por el- cual el Gobierno peruano- autorizaba la presencia de aquellos "puestos de vigilancia" del Ecuador y éste se comprometía a respetar el statu quo fronterizo. El acuerdo era curioso por decir lo menos, pues, una de dos, o el Perú renunciaba a la soberanía sobre ese centenar y medio de kilómetros cuadrados o no lo hacía, pero, en este último caso, no se comprende que, al mismo tiempo, aceptara la permanencia de tropas extranjeras en esa zona. La razón de ese "pacto de caballeros" fue populista: permitir al presidente Fujimori visitar el Ecuador y ser presentado por la prensa adicta como el estadista que había puesto punto final al viejo diferendo entre las dos Repúblicas hermanas".
En realidad, lo que el Gobierno peruano había hecho era enviar una señal equivocada a su vecino y a sus Fuerzas Armadas. Éstas, ni cortas ni perezosas, en los tres años siguientes procedieron a reforzar discretamente aquellos puestos de vigilancia" hasta convertirlos en verdaderas guarniciones. Se trataba de crear una situación de hecho que resultara irreversible. Hay pruebas más que suficientes de que el Gobierno del Perú tuvo conocimiento de lo que estaba ocurriendo en las cabeceras del río Cenepa desde hace meses, y -con absoluta certeza- desde noviembre del año pasado. ¿Cuál fue la razón para que no lo denunciara a la opinión internacional y alertara. a los países garantes?
La razón era que entre 1991 y 1994 el Perú había pasado, de una democracia, a ser un régimen autoritario y que, a estas alturas, la primera prioridad para el ingeniero Fujimori y los militares golpistas que gobernaban teniéndolo como figurón no era el problema fronterizo, sino la perpetuación de la dictadura, es decir, la reelección de Fujimori. ¿Qué mejor que ofrecerle al pueblo peruano, como plato fuerte de la campaña electoral, una victoria militar del mandatario reeleccionista contra los invasores. del territorio?
Por increíble que parezca -pero no hay razón para la sorpresa: además de la brutalidad, la estupidez ha sido consustancial a todas las dictaduras que hemos padecido-, ésta parece la causa de la demora del Gobierno peruano en actuar, con el agravante de que, además de tarde, cuando se decidió a hacerlo lo hizo con tanta torpeza que ante buena parte de la opinión internacional ahora el Perú parece estar defendiendo, su soberanía, sino agrediendo a su vecino.
El momento elegido para tratar de desalojar de las orillas del río Cenepa a los intrusos fue oportuno para los aprendices de brujo del régimen. En la última encuesta oficial, Fujimori había descendido diez puntos, y en el ámbito externo su imagen se dañaba con la huelga de hambre de la señora Fujimori, a quien, luego de impedirle postular a la presidencia, se le había tachado la candidatura al Parlamento, y con la voluminosa documentación sobre preparativos de fraude electoral hechos ante la OEA (Organización de Estados Americanos) por Javier Pérez de Cuéllar y otros candidatos de oposición. Pero, sobre todo, acababa de estallar un mayúsculo escándalo con nuevas pruebas sobre la colusión orgánica entre jerarcas del régimen y el narcotráfico, que comprometía al viceministro del Interior, Edgar Solís Cano, y al general del Ejército Manuel Ortiz Lucero, del Comando Conjunto, cuyos nombres, direcciones y teléfonos oficiales y privados habían sido descubiertos en la agenda de uno de los capos de la banda de los López Pacheco, la más importante de las organizaciones de narcos que operan en el Perú, Solís Cano, que ha ocupado cargos claves en los ministerios de Justicia y del Interior, es -¡nada menos!- abogado del Estado y protegido del hombre fuerte del régimen, el celebérrimo capitán VIadimiro Montesinos, y el general Ortiz Lucero, brazo derecho del jefe supremo de las Fuerzas Armadas, el general Nicolás de Bari Hermosa. Se entiende que, desde la perspectiva de estos pilares del régimen, fuera providencial una acción bélica, que distrajera la atención pública, acallara todas las críticas y estableciera, por la consabida razón, patriótica, la unidad nacional detrás de los defensores de la patria . (Nunca tan bien recordada la sentencia del doctor Johnson: "El patriotismo es el último refugio de los canallas".).
Las cosas, sin embargo, no salieron como se habían previsto. Desalojar a los infiltrados no fue la operación militar rápida que había sido en 198 1, entre otras cosas porque el Ejército, en razón del golpe de Estado del 5 de abril de 1992, fue víctima de abusos y maltratos sin cuento por la pequeña cúpula de militares felones que, con Fujimori como escudo, violentó el orden legal. Centenares de oficiales decentes y competentes fueron pasados al retiro, o mutados a puestos administrativos, o enviados a la cárcel o al exilio, que es donde se encuentran, por ejemplo, el general Jaime Salinas Sedó y el general Robles por el delito de negarse a secundar el putch o por denunciar los abusos cometidos por el régimen. Y, a juzgar por las noticias que llegan de la Cordillera del Cóndor, los secuaces de Montesinos y Bari Hermosa son más eficaces matando estudiantes -el secuestro, asesinato e incineración de los diez universitarios de La Cantuta fue una impecable operación militar- que combatiendo a cara descubierta en las fronteras del Perú.
Pero acaso más patética que la inefectividad militar haya sido la incapacidad diplomática del régimen para explicar lo que ocurría y hacer conocer al resto del mundo el punto de vista del Perú. El Ecuador ha conseguido una gran victoria informativa y política internacional, al extremo de que, en Europa, por ejemplo, en diarios y televisiones se dan como verdades canónicas que el Perú ha sido en este caso el agresor y el Ecuador una víctima al que aquél arrebató media Amazonia. En los fantásticos mapas que se publican veo que se considera territorio ecuatoriano irredento a los departamentos de Piura y de Tumbes, donde pasé mi infancia, y al de Loreto, en cuyas inmensas selvas he vivido acaso mis más ricas experiencias peruanas. Y no hay una sola voz oficial que comparezca para contradecir esas ficciones y explicar la realidad. También esto se entiende, desde, luego. Una de las pocas reparticiones que había alcanzado en el Perú un alto nivel de profesionalismo y competencia era el Ministerio de Relaciones Exteriores.
Tal vez por eso la dictadura se encarnizó con él, expulsando del servicio a decenas de decenas de los diplomáticos más capaces, pues no se mostraron lo bastante serviles (Fujimori explicó que los echaba "por ladrones y homosexuales"), y poniendo en su lugar a dóciles nulidades como el ministro del "pacto de caballeros" o como el invisible cancilIer actual, un próspero empresario que sin duda carece de la más elemental información sobre los asuntos limítrofes del Perú.
Este desgraciado conflicto debe ser la ocasión para que se zanje de una vez por todas la demarcación del pequeño tramo sin señalar de la frontera. Este es un problema mínimo, que puede ser resuelto con un poco de buena voluntad recíproca y mucha presión internacional, a la que tanto el Ecuador como el Perú son hoy vulnerables. Una vez salvado ese escollo -un formulismo transitorio, en verdad-, ambos podrán emprender la tarea conjunta de la que depende que dejen de ser los pobres países subdesarrollados que son: la lenta disolución de esas fronteras que hacen correr sangre inútil, la progresiva integración de sus economías, sus gobiernos y sus pueblos en esa única nación que fueron cuando el Incario y el Virreynato y que no debieron dejar de ser tampoco en la República.
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