Orgullo y leyenda
En esta encrucijada sin nombre, sin alma ni concierto, que se cobija bajo los arcos de la congestionada M-30, Madrid empieza a llamarse Vallecas, nombre que es gloria y orgullo de sus pobladores y de los que bien conocen las esencias del barrio. Nombre escarnecido y vilipendiado muchas veces por los que hicieron de la ignorancia compañera del desprecio; por muchos que, sin haber pisado sus calles ni conocido la hospitalidad de sus vecinos, creyeron en el cuento cruel, en la negra leyenda, promovida por las altas instancias del antiguo régimen, que identificó a su conveniencia pobreza y marginación con delincuencia para justificar la represión de los desposeídos cuando éstos levantaban la cabeza y el puño para reivindicar derechos y libertades, dando ejemplo a la pusilánime ciudadanía de barrios más confortables y prósperos de la urbe.En su entrañable y documentada crónica Madrid, Villa y Puente (Historia de Vallecas), Luis H. Castellanos y Carlos Colorado citan dos ejemplos de la vigencia del mal hadado tópico en fechas recientes: el de una inmobiliaria que, para no mentar el infamado nombre, situaba sus bloques de viviendas junto al kilómetro n de la carretera de Valencia, y el de una encuesta, realizada por la Junta Municipal del Distrito a finales de los años ochenta entre jóvenes de 14 o 16 años de otros barrios de Madrid, encuesta a la que respondieron la mayoría de los interrogados con afirmaciones como: "Es un barrio que tiene chavales jóvenes que son muy delincuentes", o "He oído que son unos gamberros y unos chorizos".
No encontrará motivo alguno que corrobore tan infundados juicios el viandante que inicie la ascensión a Vallecas partiendo de este bullicioso cruce del que nace la avenida de la Albufera, gran vía y eje central del industrioso barrio; paseo más interesante por lo abigarrado y diverso de su paisaje humano y comercial que por su singularidad arquitectónica o monumental. Quedan, eso sí, vestigios de las modestas casas de antaño, casas de dos plantas, de ladrillo viejo con sencillos adornos y grecas de traza neomudéjar, un estilo del gusto, y la querencia de los muchos inmigramtes andaluces que repoblaron un barrio que fue tierra de moros antes de serlo de cristianos. El arquetípico moro Kas dio nombre al valle y a su entorno, según narra una de las leyendas fabulosas de sus orígenes. Menos de fábula que la que hace nacer a los vallecanos del mitológico apareamiento de un prodigioso caballo blanco y de una, extravagante moza enamorada de sus sedosas crines y de su poderosa estampa.
Moros y cristianos acamparon en Vallecas para sacar partido de sus campos. De sus extintos trigales y de sus célebres tahonas se abasteció durante siglos de buen pan la fronteriza y orgullosa urbe. Sus yesos y sus arcillas sirvieron a la construcción y ornato de sus edificios y dieron origen a fábricas e industrias que desaparecieron en los famélicos años de la posguerra. Años de inmigración y chabolismo, de guardias civiles, y guardias de la porra. Una leyenda vallecana casi contemporánea explica el talante luchador y reivindicativo del barrio afirmando que sirvió de refugio a muchos insurrectos asturianos que sobrevivieron a la feroz represión y represalia de la sublevación de 1934. Asturianos, andaluces, castellanos o extremeños crearon el Vallecas rojo, comunista y libertario, barrio que catequizó políticamente a muchos curas que fueron allí de catequesis, como el padre Llanos, y a centenares o miles de estudiantes que vinieron cargados de buenas intenciones y de buenas o malísimas canciones y obras teatrales para "llevar la cultura al pueblo". Vallecas de agitadores y cantautores, de cómicos concienciados y curas rojos, laboratorio y crisol de la resistencia antifranquista. Recitales clandestinos en centros parroquiales y centros obreros, disimulados de obra social o recreativa. De Luis Pastor y Adolfo Celdrán, que fueron vecinos suyos; de Elisa Serna y el Tábano de Margallo, que en los años llamados de la transición creó El Gallo Vallecano, teatro popular y alternativo que naufragó frente a los escarpados escollos de la mediocridad burocrática.
Herederos menos politizados, pero también rebeldes, rockeros descarados y contundentes tomaron el relevo y reivindicaron la estirpe y la identidad de Vallekas. En los muros de la avenida de la Albufera y de sus plazas, calles y descampados, virulentos o solidarios grafitos indican que la saga continúa, radios libres y fanzines asilvestrados, televisión lokal, insumisión, antirracismo, poesía callejera y ágrafa que Ramoncín acuñó en sus primeros estereotipos. Entre viejos comercios al borde del traspaso, mesones y fábricas de gallinejas y entresijos, brotan nuevos locales que venden atavíos guerreros, carteles, discos y parafernalia psicodélica o afterpunk.
Contra todos los tópicos de la mala fama hay quienes siguen eligiendo Vallecas como aquellos artistas plásticos del 27, Alberto Sánchez, Benjamín Palencia, Maruja Mallo y el joven Alberti. No pintaron París ni cincelaron sus obras en la colina de Montmartre, fundaron su Escuela de Vallecas, en la cima de un cerro vallecano. Así lo cuenta Alberto Sánchez y lo recogen en su crónica Castellanos y Colorado: "Terminamos en el cerro de Almodóvar, al que bautizamos con el nombre de Cerro Testigo, porque de ahí había de partir la nueva visión del arte español. Una vez en lo alto del cerro -cerro de tierras arrasadas por las lluvias, donde sólo quedaba algún olivo carcomido, con escasas ramas- abarcábamos un círculo completo, panorama de la Tierra, imagen de su redondez. Aprovechamos un mojón que allí había para fijar sobre él nuestra profesión de fe plástica: en una de sus caras escribí mis principios; en otra, puso Palencia los suyos; dedicamos la tercera a Picasso".
El panorama del Puente de Vallecas lo pintan hoy artistas del spray y lo cantan broncos y eléctricos juglares suburbanos. Bajo la luz difusa de los rótulos que iluminan los desconchados muros de sus edificios, caminan los hijos del agobio, supervivientes de una raza inextinguible y orgullosa.
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