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La reforma del Senado

Los redactores de la Constitución hemos comparecido ante la ponencia senatorial que estudia la reforma de la segunda Cámara. Es un acierto de quien convoca, un honor para quien comparece y una garantía de buen hacer el que la revisión constitucional, cuando proceda, sea preparada con tanto cuidado. Hasta ahora, los modelos aportados para dar forma a un nuevo Senado son, fundamentalmente, dos: la Cámara de las Autonomías y la Asamblea de Notables.

De acuerdo con el primero, el Senado debería ser el órgano de participación de las comunidades autónomas en las tareas del Estado. ¿En cuáles? ¿Sólo en las autonómicas? ¿Cuáles son éstas si la fuerza normativa de los hechos y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha convertido en compartidas las más exclusivas de las competencias? ¿O tal vez en todas las tareas de las Cortes, desde las presupuestarias a las legislativas, como corresponde a una Cámara colegisladora?

En tal caso, cabría plantearse si el cuerpo político español, que no es federal, sino diferencial, en sólo algunas pocas comunidades, aceptaría que el proceso político desarrollado en el Congreso de los Diputados, donde ya es grande el poder nacionalista, fuera, además, reconducido en una Cámara federal. Salvo, claró está, que en dicha Cámara la voz de Ias nacionalidades se diluyera en un conjunto mayor, lo cual está por ver que satisficiera a dichas nacionalidades y que, lo que es más importante, contribuyera a su integración.

Con ello se apunta a la mayor dificultad con que en España tropieza un Senado federal. Los problemas y disfuncionalidades de nuestro sistema autonómico proceden de su forzada homogeneidad, fruto de la generalización, no prevista por la Constitución, sino impuesta por los pactos autonómicos de 1981. Las consecuencias podrán y deberán resolverse por una u otra vía, pero, desde luego, la única que no va a parte alguna es tratar de disolver los problemas engendrados por la falsa homogeneidad en una Cámara por definición homogénea. No me parece que los problemas de integración de Cataluña o Euskadi con el resto de España se superen pretendiendo negar la bilateralidad de las relaciones entre Barcelona y Vitoria con Madrid y pretendiendo someter las ineludibles tensiones que supone conllevar tales hechos diferenciales al juicio de una Cámara en la que siempre estarían en minoría. Salvo que se les diera en dicha Cámara un derecho de bloqueo difícilmente aceptable para los demás.

Los Senados federales, cualquiera que sea su modelo, responden a una sociedad federal cuyos participantes, más grandes o más pequeños, son homogéneos entre sí, y esa homogeneidad es la que no se da en el caso español. Hay circunscripciones administrativas como Madrid, relaciones paccionadas con Navarra y realidades nacionales como Euskadi y Cataluña. Lo diverso no se integra suponiéndolo idéntico.

El otro modelo es el de un Senado de notables, encargado no de revisar las tareas legislativas o presupuestarias del Congreso, sino de tres funciones a mi entender transcendentales para garantizar, en una democracia de masas y de partidos, valores que está n más allá de la oferta y la demanda electoral, pero cuya vigencia es indispensable para el propio buen funcionamiento del sistema democrático.

En primer lugar, la reflexión no académica, sino política, y reflexión, no decisión, sobre las cuestiones que escapan a la atención de quienes, por sus responsabilidades de gobierno o de oposición, han de ocuparse de lo urgente con mengua de lo importante. Cuestiones, por otra parte, cuya polemicidad y eventual impopularidad impide abordarlas a quienes se encuentran en campaña electoral permanente. Las migraciones o las pensiones, por poner sólo dos ejemplos de lo que es tan importante. que nunca hay tiempo ni gana, ni siquiera posibilidad, de tratar de verdad, no de parchear, en el Congreso.

En segundo término, el control y la orientación mediante su auctoritas de los órganos eminentemente tecnocráticos que tienen ya a su cargo parcelas importantes de la cosa pública -piénsese en la Bánca Central-, modelo de neutralización institucional que está llamado a seguirse en un futuro próximo en otros campos y que no debiera suponer la eliminación de los mismos del factor político.

Tercero, la elección de una serie de magistraturas que la experiencia demuestra lo inconveniente que es dejar al sistema de cuotas propio de los partidos representados en el Congreso. Tal vez el caso del Tribunal Constitucional, de Cuentas, Defensor del Pueblo, Consejo General del Poder Judicial.

Un Senado semejante debería servir para insertar en la vida pública dos tipos de miembros. Por una parte, los ex titulares de altas magistraturas del Estado (ex presidentes del Gobierno, de las Cortes, del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial, del Consejo de Estado, etcétera). Todos ellos tienen un origen de mocrático y puede y debe suponérseles una amplia experiencia política que es absurdo dar por amortizada cuando cesan en su cargo. La Cámara de los Lores británica ofrece aspectos inimitables en España y probablemente inconvenientes, pero es claro que las pairías vitalicias permiten que los ex políticos con larga experiencia puedan seguir prestando servicios a la cosa pública cuando han deja do de tener un cargo en el Gobierno o un escaño en la Cámara de los Comunes. A ellos habría que añadir los líderes sociales cuya influencia en la política se ejerce por vía de hecho.

Porque el derecho constitucional se ha inventado para racionalizar lo fáctico en normas e instituciones. El precedente, bastante afortunado, de los senadores reales en la Ley para la Reforma Política que ante la ponencia ha invocado mi colega constituyente Miguel Roca pudiera citarse al efecto.

Un Senado semejante no era posible proponerlo a la hora de hacer la Constitución. Hoy, cuando la democracia está asumida por todos e indiscutiblemente asentada, es tiempo de empezar a pensar en su calidad, que es llave de su eficacia.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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