Hora del té
Ahora mismo estoy tomando un té de Ruanda. Lo compré en el aeropuerto de Kigali, que aún permanecía a media luz, con todos los cristales ametrallados. El té de Ruanda tiene un reflejo rojizo que se intensifica en el fondo de la taza hasta adquirir una tonalidad muy oscura que coincide con el poso formado por pequeñas hojas y virutas de color antracita. Puede que los sentidos engañen. Sin duda hay muchos sonidos, visiones, caricias, sabores y aromas que son muy confusos si se experimentan por separado, pero cada uno de los sentidos constituye una línea de percepción. Cuando dos o más líneas sensoriales coinciden en un punto es muy difícil equivocarse. En esa encrucijada de los sentidos seguramente reside la verdad. El té de Ruanda tiene un color extraño, pero su sabor es muy delicado. Como vehículo de la memoria me lleva a los ojos llenos de ternura de miles de, niños y a la violencia de la sangre, y no acierto ahora a unir esas dos sensaciones en el fondo del paladar, pero intuyo que si los verdugos han engendrado criaturas tan dulces, también esta cosecha de té se dio mientras la gente se acuchillaba entre las plantaciones. No sé si es lícito participar de este placer que ha nacido de tanta sangre. El aroma que emana de la taza me recuerda el olor de las chozas de paja que albergaban a seres cuyo sufrimiento ya carece de expresión y no obstante el perfume de la infusión posee un matiz qué podría ser incluido en el frasco más caro de Yves Saint Laurent. Tres sentidos coinciden en el fondo de la taza de té. Recuerdo al huerfanito Kamaraté que me seguía como un perro abandonado por el campo de refugiados, las enfermeras tan fuertes, tan suaves, en, el recinto acordonado del cólera, la belleza de las verdes colinas vulneradas por la miseria, la aceptación infinita del destino o del mal que sólo parecía purificarse en la mirada inocente de los niños. Los sentidos en la taza del té de Ruanda. Esta ligera amargura que despide ¿será la de las lágrimas que uno se ha visto obligado a derramar?
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