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Conocimiento y filosofía

La creencia de que el desarrollo incomparable de la ciencia en este fin de siglo, con su avalancha ininterrumpida de prodigios tecnológicos, acabará por explicar y dominar todo lo que_acaece bajo el cielo de nuestro planeta es una idea que con frecuencia anida en la mente de los oficiantes entusiastas del progreso científico y también entre nosotros, fascinados asistentes al espectáculo de los portentos engendrados por el mismo. Tal creencia es la ilusión de la omnipotencia científica, y está basada en la negación de un principio epistemológico que preside infaliblemente la historia de las ciencias. Cada vez que el quehacer científico hace retroceder la ignorancia dilatando el reino del conocimiento se agiganta en el horizonte científico el promontorio indómito de lo ignoto.Los últimos y deslumbrantes logros en física ilustran ejemplarmente esta constante. A principios de nuestra centuria, el descubrimiento por Einstein de la relatividad ensanchó prodigiosamente el poder explicativo y predictivo de la ciencia y produjo el desplome del sistema de certezas que, desde Newton, parecía esclarecer con luz definitiva el firme universo de la física clásica. Pero al mismo tiempo propició -por así decirlo, a contracorriente- el descubrimiento de los fenómenos cuánticos que han abierto la ventana del conocimiento humano a un mundo extrañísimo, increíblemente insólito, asiento de incomprensibles paradojas que no se deja someter a las leyes del sempiterno sentido común y se afirma decisivamente inexplicable con las solas luces de nuestra capacidad representativa. Pese a este insoslayable límite epistemológico de las ciencias experimentales, no falta quien cree que las ciencias del espíritu, acosadas por el progreso incesante del saber científico, están condenadas a una extinción segura, y serán en un futuro, ya previsible, desterradas de su reino y reducidas, como los átomos o las estrellas, a la humilde condición de objetos de la ciencia físico-matemática.

Cabe preguntarse si la ilusión de un mundo altamente tecnificado y gobernado por el imperio de la eficiencia, científica no ha guiado, de alguna manera, el trabajo de estructuración de los nuevos planes de enseñanza en el bachillerato concebidos por los actuales artífices de reformas educativas del ministerio. Estos señores, entre otras podas, y si no ponen remedio, van a suprimir el estudio obligado de filosofía para pasar las pruebas de selectividad. Inmersos como estamos en una cultura tecnocrática, materialista y mercantil promovedora de una continuada invasión de mensajes que premian las aspiraciones del individuo (tu éxito y tu placer ante todo) en detrimento de los valores de la persona (tu felicidad está condicionada a tu capacidad de promoverla en tu prójimo), parece justificado el sospechar que los responsables, de los nuevos planes de estudio han sido víctimas de los males que aquejan nuestro tiempo y de un modo particular de la ilusión cientificista reseñada.

La ciencia no nos dará nunca la razón de lo que sea existir y tener conciencia de existir. ¿Por qué el universo más bien que Nada?, se pregunta el filósofo. Ninguna ley científica resolverá el enigma del porqué del mundo. La investigación científica tan sólo puede alumbrar la cara observable: y mensurable de los fenómenos, figuras cambiantes de la realidad que, produciendo concordancias y regularidades, permiten a la mente del científico desentrañar las leyes que rigen su desenvolvimiento. Pero tan magna tarea, si bien nos desvela el cómo, deja siempre en la sombra la razón del porqué.

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Tiembla mi pulso de emoción, de fiebre o de frío. En su laboratorio, el científico estudia el fenómeno: mide el ritmo y la amplitud de mi temblor, toma la temperatura, descubre los intercambios iónicos que provocan la contracción repetida de mis fibras musculares, calcula la energía cinética y calorífica que se desprende de mi temblor... ¿Pero qué puede decirme su ciencia de mi conciencia de temblor? Porque mi conciencia de temblor ni tiembla, ni se contrae, ni tiene temperatura alguna. ¿Qué es mi conciencia? Incluso cuando la neurobiología alcance a conocer exhaustivamente el despliegue ordenado de los innumerables procesos bioquímicos y eléctricos que acaecen en los 100.000 millones de neuronas que componen nuestro cerebro, nada habremos avanzado para contestar tal pregunta. Los flujos de electrones y las reacciones químicas no nos explicarán nunca el porqué mi conciencia emerge de ese infinito barullo de microaconteceres celulares en mi cerebro. Mi conciencia es lo único que tengo que pueda servirme para explicarme algo. Pero ella misma permanecerá siempre inexplicable por muchos avances que haga la ciencia. La pregunta -¿qué es la conciencia?- no puede tener respuesta científica porque los postulados necesarios al planteamiento del proceso explicativo forman necesariamente parte de lo que se pregunta. Para decirlo metafóricamente: mis ojos nunca podrán ver mi retina.

Tras esta escueta y apresurada denuncia de la pretendida omnipotencia del saber científico cabe decir que tampoco el filósofo puede contestar las preguntas últimas ante las que se inclina impotente el científico. Pero tal carencia en el hombre o mujer con formación filosófica no implica en modo alguno que su pensamiento, en los temas que nutren su labor especulativa, sea tan impreciso y corra por los mismos cauces, sin rigor ni calado, por los que se abre paso el discurso del profano en filosofia cuando trata de ellos. Ésta es la razón por la cual no es infrecuente advertir un manejo deplorable de los términos filosóficos elementales por los hacedores de ciencia experimental. Pidamos al científico que nos precise el contenido semántico de. términos tan usuales como persona, realidad, conciencia, valor, libertad, historia, yo, conocimiento, significación... Toda la riqueza y profundidad conceptual que estas nociones encierran quedará probablemente reducida a la pálida indicación de unos vocablos utilizados más como señales automatizadas, vehículos de un sentido aproximativo, que como palabras que comunican un hondo conocimiento paciente y apasionadamente cultivado. ¿Y qué rigor puede guiar la actividad crítica de una mente que no ha ejercitado su intelecto en las nociones que sustentan cualquier producción cultural en el ámbito de las ciencias humanas? Es significativo a este respecto que los libros de astrología, numerología y ciencias ocultas sean los que más atraen las ansias de conocimiento de las nuevas generaciones. ¿Qué ha pasado en el proceso de formación intelectual de estos jóvenes, muchos de ellos con el bachillerao cumplido, para que entren en la vida de adulto tan carentes de sentido crítico y tan desamparados ante la quimera?

No puedo concluir sin antes recordar al lector la perspectiva singularísima de la filosofía que la distingue como ciencia señera entre todas por la amplitud o extensión absoluta de su objeto. Tal privilegio permite a la filosofía el apoderarse de ese enclave preeminente en el quehacer investigador del hombre, donde el valor del pensamiento radica, más aún que en las respuestas y resultados con que logra coronar su esfuerzo creador, en las excelsas preguntas que, preñadas de inquietud humana, brotan del hontanar de su mente. La función suprema de la filosofía también se cumple en su poder singular de conducir al hombre al borde del abismo del conocimiento, de mostrarle el sublime resplandecer de lo que no puede contestarse, pero que está ahí, ineludible e inefable existencia (ontología), conciencia. de existencia (gnoseología o teoría del conocimiento), logos indestructible (lógica) y valores inalterables (axiología y ética). Vivir el estremecimiento de las grandes preguntas es consustancial al genuino quehacer filosófico. Filosofía es quizás, ante todo, amor y cultivo de las graves preguntas que unen a todos los hombres, y promueven en la mente y corazón humanos una vida más honda y solidaria porque les invita a reconocerse compañeros de viaje, iguales en desvalidez y dignidad, hermanos y herederos comunes de la doble condición de gloriosos y menesterosos buscadores del oro del espíritu: la verdad de su ser, de su origen y de su destino.

Juan Petschen Verdaguer es psiquiatra.

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