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Los jueces y la política

El problema de la relación entre política y jueces es hoy en España (como en Italia y, en menor medida, en Francia) el problema de la relación entre política y juez, penal. Más precisamente aún, entre política y juez de instrucción. La cosa es tan evidente que hasta tiene nombre propio.El de instrucción es un juez en cierto sentido paradójico, puesto que no hace lo que es propio de los jueces, es decir, juzgar. Ni lo hace ni lo puede hacer, hasta el punto de que si después de- haber instruido una causa se incorpora al tribunal que ha de juzgarla, ocasiona la nulidad de la decisión de éste porque con su posible parcialidad contamina a sus colegas. Lo de contaminar puede parecer fuerte, pero es la expresión que han utilizado para estos supuestos nuestro Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de los derechos humanos. Las areas que tradicionalmente leva a cabo entre nosotros el uez de instrucción (la avériguación del delito, el acopio de las pruebas, la incriminación) pueden estar encomendadas a funcionarios de otro tipo, y en otros sistemas efectivamente lo están. En España, como en otros sitios, se ha considerado que también esta función estaba mejor en manos del juez, y por ahora no veo muchas razones para dejar de pensarlo.

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Aunque sean jueces que no pueden más que preparar el juicio de otros, de jueces se trata, pues, y de jueces hay. que hablar. Un tema quizá no bien conocido por nuestra opinión y sus hacedores, que frecuentemente parecen no ver en los jueces más que la fa ceta de funcionarios, que comparten, por ejemplo, con los catedráticos de universidad. Esa visión, facilitada por el hecho de que el recluta miento de los jueces se haga sobre todo, como el de los de más funcionarios, mediante pruebas de capacidad, ignora el otro aspecto, el más importante. Los jueces son titulares del poder del Estado de la misma manera que lo son, por ejemplo, los ministros o los diputados y, si se me aprieta, hasta un poco más, aunque sea más pequeño el ámbito de su poder. Un poder también en cierto modo paradójico. El poder judicial es, a diferencia del poder político, un poder pasivo. No puede tomar iniciativas, sino sólo dar respuestas, y quienes lo ejercen no pueden utilizarlo para imponer su voluntad o hacer valer sus preferencias, por muy convéncidos que estén de su justicia o su razón. Por eso es también un poder que exige en sus titulares un cierto ascetismo: por ejemplo, el de no hablar más que a través de sus decisiones, aunque sea para defenderse de acusaciones injustas. La protección que da al juez el delito de desacato deja dé tener justificación si los jueces, como los ministros o los directores generales, pueden entrar en polémicas públicas. Y sobre todo, claro está, los jueces tienen la obligación de mantener, en la realidad y en la apariencia, su condición de órganos imparciales, lo que significa, entre otras cosas, no meterse en política, ni hacerla poniendo entre paréntesis por algún tiempo su condición para volver después a ella.

Esta posibilidad, favorecida por la ley de 1985, en la que hay alguna otra manifestación de cretinismo progresista, es una de las raíces de las inquietudes presentes. La idea de que un juez pase a la excedencia para ocupar un cargo político y volver después a su función de juez es tan absurda como la de que a un ministro de Hacienda se le reserve su cartera mientras ocupa la presidencia de un, banco.

Es una de las raíces, pero no la causa principal, que está, creo, en el temor real o aparente, en la sospecha fundada o fingida, de que un juez que ha pasado por la política utilice su poder con finalidades políticas. Para satisfacer resentimientos personales, o porque tal vez piense que con ello salva a la patria o contribuye a purificar la vida pública, como los jueces italianos han hecho con el brillante éxito que se sabe. Si son ésos sus motivos, será despreciable como persona y lamentable como político, pero mientras se ajuste a la ley, su actuación es perfectamente legítima, merece el mismo respeto que la de cualquier otro juez y ha de ser protegida por el poder. El principio de que el Estado de derecho no puede ser defendido por medios ilegales no deja de ser verdad cuando la amenaza, en lugar de venir del terrorismo, nace de los autos de un juez astuto que intenta orientar la política nacional, o asumir la función de control del Gobierno que a juicio de muchos tan poco y tan mal hacen las Cortes. También en este caso, la estructura esencial del Estado de derecho, la división de poderes, y con ella la libertad de a Unión de los poderes políticos, la del Gobierno y la de las Cortes, han de ser defendidas con los medios que el derecho ofrece.

Que no son pocos, pues la, tentación de utilizar su poder para combatir al Gobierno es vieja en los jueces. La inmunidad parlamentaria es originariamente un medio de protección frente al Rey, pero en la Europa moderna, la que nos viene de la Revolución Francesa, la inmunidad se articula fundamentalmente como una protección frente a los jueces, entre los que la revolución contaba. con no pocos enemigos. En castellano hay un buen estudio de Alfonso Fernández Miranda sobre este tema. Y, evidentemente, no sólo la inmunidad, pues a ésta hay que añadir el privilegio de fuero, que lleva ante el Tribunal Supremo las causas contra los parlamentarios y los miembros del Gobierno, y para éstos, además, la enorme cobertura que implica que sea sólo el Congreso de los Diputados (y por mayoría absoluta) el facultado para ejercer la acusación, que se sustrae así de los particulares, hayan sido ,o no víctimas del delito, e incluso del ministerio fiscal. Claro que esta última protección no se da frente a todos los delitos, sino sólo para los que van contra la seguridad del Estado, pero bajo esta rúbrica se colocan en nuestro Código Penal muchos actos ¡lícitos; el secuestro, por ejemplo. Y, por último, los políticos, como el resto de los mortales, pueden utilizar las acciones penales, que desde luego requieren que las acusaciones se prueben.

Se me dirá que todo esto no Í basta porque la simple actuación de los jueces de instrucción origina, aunque después no haya condenas o ni siquiera juicio, un daño políticamente irreparable. Tal vez sea así, pero ¿se produciría ese daño si los políticos no se hubiesen empeñado en confundir, desde el asunto Juan Guerra por lo menos, la responsabilidad política y la penal? Puede alguien afirmar seriamente que son los jueces los responsables de esa situación ¿Se produciría el mismo daño si alguien se atreviese a afirmar con verosimilitud que es responsable del GAL (o de los GALES, si es que la pluralidad cambia algo as cosas, que no lo creo) y que esa responsabilidad termina en él?

Es evidente que de esta situación no nos sacarán los jueces, y harían muy mal si lo intentaran; culpables de ella no son.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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