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¿Tiempo de incertidumbre?

José Álvarez Junco

Leo en EL PAÍS del 11 de enero un artículo de Gianni Baget Bozzo titulado Tiempo de incertidumbres. Su tema es la pérdida de norte que sufre la humanidad desde el colapso del comunismo y la crisis de la socialdemocracia, versiones radical y moderada de un mismo modelo, el revolucionario, cuyo principio básico era la atribución al Estado de la dirección del cambio social y el establecimiento de la justicia. Esta carencia de modelo nos ha hecho perder, según lamenta el autor, el sentido del orden. Reina una desorientación que no es sólo política, sino moral: en el caso italiano, ése sería el origen de la corrupción y las tangenti.Aunque estoy de acuerdo con el punto de partida -el espectacular fracaso del modelo revolucionario y la desorientación de las socialdemocracias-, todas las deducciones del autor a partir de ahí me parecen excesivas o abiertamente erróneas. La humanidad siempre ha vivido en la incertidumbre, es decir, siempre ha tenido la impresión de estar saliendo de un mundo organizado y estable (conocido) y de enfrentarse con un futuro brumoso y amenazador. Sin duda, esta sensación se acentuó en momentos tales como la caída del Imperio Romano, o durante las guerras de religión que siguieron a la ruptura de una unidad católica milenaria. Pero expresiones comparables de idealización del pasado y temor ante el futuro, conciencia de estar viviendo tiempos de crisis, se pueden encontrar en todas las épocas de la historia, incluidas aquellas que, vistas con la distancia que da el paso de los siglos, no pueden por menos de catalogarse corno las más estables.

Más ingenuo todavía que la sensación de vivir una época excepcional me parece la atribución de nefastas consecuencias morales a la incertidumbre. Esto era, aproximadamente, lo que sostenía la Iglesia católica cuando comenzaron los grandes cambios de la modernidad, que supusieron, entre otras cosas, una fuerte secularización de la vida social: la pérdida de las creencias religiosas conduciría -se decía- a la desaparición de los frenos que nos protegían frente a la inmoralidad y la criminalidad. Afortunadamente, todos los datos desmienten que haya más criminalidad en la irreligiosa pero cívica Escandinavia actual, por ejemplo, que en la monolíticamente católica España del siglo XVII que nos describe la novela picaresca. Pese a ello, que las barbaridades se hacen porque "la gente ya no cree en nada" sigue siendo un lugar común repetido en el lenguaje de la calle. Pero encuentro sorprendente que lo firme un politólogo profesional, y más aún que se acepte en ambientes que se consideran de izquierdas (lo he oído repetir a nostálgicos del 68), ya que es una presunción básicamente conservadora.

Me preocupa también la idealización implícita de los tiempos supuestamente normales, o de certidumbre. Las escasas "épocas de certidumbre" de la historia humana, es decir, aquellas en que los ideólogos y dirigentes consiguieron imponer una visión de la realidad que daba respuestas aparentemente satisfactorias a los principales interrogantes relacionados con el futuro de la colectividad, han tenido consecuencias temibles. Desde el punto de vista intelectual, asfixiaron mientras pudieron cualquier tarea creativa que cuestionase las verdades oficiales, unas verdades que, en definitiva, no iban a conducir sino a colosales decepciones. Desde el punto de vista político, sirvieron en general de pretexto ideológico para regímenes totalitarios, rígidamente intolerantes con cualquier manifestación de la libertad individual.

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¿Qué queda ahora de aquellas certidumbres? Una hipotética encuesta entre las mejores mentes europeas de hace mil años, por ejemplo, nos hubiera ofrecido como respuesta unánime una división de la historia humana en cuatro grandes imperios (egipcio, persa, griego y romano) y un pronóstico de que al finalizar el cuarto (que estaban intentando prolongar con la ficción del Sacro Romano Imperio, creado por Carlomagno) acontecería la segunda venida de Cristo y el fin del mundo; algo que ocurriría, según se atrevían a precisar algunos, entre el año 1200 y el 1260, tiempo equivalente a las cuarenta generaciones que deberían transcurrir tras el nacimiento de Cristo, ya que éste era el punto central de la historia humana, y en cuarenta se calculaban, a partir de la Biblia, las generaciones que le separaban de Adán.

A finales del siglo XVIII, la profecía de los cuatro imperios se reformuló en términos laicos por los ideólogos del progreso, que explicaron el ascenso de la humanidad a través de tres estadios: teológico, metafisico y científico, o militar, feudal e industrial, según las versiones. A mediados del XIX, Marx sustituyó esta periodización por otra secuencia de modos de producción, según la cual el socialismo sucedería al capitalismo tan inevitablemente como éste había sucedido al feudalismo... Mejor será no hurgar en la herida y recordar quién ha sucedido a quién.

Nadie, ni entre los mejores científicos sociales, fue capaz de prever el derrumbamiento de la Unión Soviética ni la caída del muro de Berlín. Justamente el invierno anterior a este último acontecimiento me tocó vivir en Harvard, en un centro lleno de politólogos alemanes, se supone que de primera categoría mundial, y recuerdo alguna conversación en que la eventual reunificación se descartó olímpicamente como un sueño de dirigentes políticos seniles. Pero las predicciones fallidas no cesaron tras el colapso de la Unión Soviética, cuando nuevos ideólogos oficiales cantaron el triunfo definitivo del capitalismo y la democracia parlamentaria y se atrevieron a anunciar que el futuro estaría dominado por estos únicos ideales. Sólo han pasado cinco años y ya podemos observar el protagonismo de unos personajes -el fundamentalismo religioso, las rivalidades étnicas- para quienes nadie había reservado un papel en el reparto.

Similares fallos de previsión habían ocurrido en los años cincuenta, cuando los expertos en el estudio de la inestabilidad política coincidían en señalar a Suráfrica como el país de más alto riesgo para un estallido revolucionario, mientras colocaban, por el contrario, a Cuba entre los regímenes políticos de más improbable inestabilidad. Se sabe la tormenta que se abatió sobre Cuba, mientras que Suráfrica vivió décadas llenas de tensión, pero sin llegar a una revolución abierta, y hoy somos testigos de una transición ejemplarmente pacífica para la magnitud de los problemas de convivencia que afectan a aquel país. Algo parecido podría decirse de las negras predicciones, unánimemente compartidas, que planeaban sobre la España posfranquista.

La vida, en su constante expansión y creatividad, admite pocas previsiones y ninguna certidumbre. La historia humana no obedece a una linealidad, su futuro no está escrito, y nunca deja de sorprendemos. Lo más que podemos hacer los científicos sociales es racionalizar parcialmente, y de manera discutible, alguno de los acontecimientos pasados. En cuanto al porvenir, se puede establecer alguna generalidad, de tipo estadístico o a partir del estudio de casos comparados, pero es prácticamente imposible predecir acontecimientos concretos para países determinados, como haría la astronomía con cuerpos celestes. Un acontecimiento colectivo, como una revolución, depende de un excesivo número de variables como para ser controlado de antemano.

La vida nos supera. La incertidumbre es esencial a la existencia humana. Y no hay por qué lamentarlo. Las certidumbres siempre han sido peores.

José Alvarez Junco es catedrático de Historia de las Ideas y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Desempeña actualmente la cátedra Príncipe de Asturias de Historia de España en la Universidad de Tufts (Boston).

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