Un huracán pasa por Chamartín
El Celta fue aplastado sin remisión por un Real Madrid en estado de gracia
Un huracán pasó por Chamartín, que vive tardes memorables de fiesta y juego. El Madrid aplastó al Celta con todo el armamento de los equipos grandes: el ingenio, la precisión, los detalles, la autoridad y el deseo. Esta vez añadió también un punto de fiereza, muy necesario por otro lado para batir a un rival que gasta fama de equipo sólido, de los que permanecen firmes en la marejada. Jugaron los madridistas como iluminados, en plan incendiario, con una intensidad que tuvo efectos contagiosos en las tribunas. El estadio se rindió a su equipo y festejó todo: las invenciones de Laúdrup, el fanatismo de Zamorano en cada jugada, el afilado instinto de Amavisca y el poderío de Hierro.Pero Hierro es caso aparte. Libra por libra es ahora mismo el mejor futbolista de España, un jugador imponente que tiene la presencia y los recursos de los grandes caudillos.
El partido sirvió para medir al Madrid en un momento comprometido. Venía de triunfar en su campaña frente a sus dos adversarios más temibles y cabía la posibilidad de una caída de tensión. La tentación era más evidente todavía en
equipo que ha vivido postrado en los últimos cuatro años. Todos esos jugadores han vivido escondidos y criticados, muy lejos de la efervescencia que procura el éxito. De repente, han aparecido magnificados por la prensa, sometidos a un baño de vanidad que alimenta por igual la autoestima y un cierto abandonismo. Todo un peligro. El éxito hay que manejarlo con la misma cautela que el fracaso, y llegaba el momento de saber si el tumulto arrastraría al equipo. La respuesta del Madrid fue irreprochable. Pasó por el partido como un vendaval y tumbó al Celta con una combinación de fantasía, decisión y vigor.
En medio de la tunda, el Celta salió del encuentro con una gran dignidad. Hizo todo lo que tiene en el repertorio, la clase de juego que le convierte en un equipo huesudo, muy difícil de derribar. Durante 20 minutos trató de llevar el partido a ese territorio donde afloran las dudas y la ansiedad de los adversarios. Eso lo maneja el Celta con la habilidad de los supervivientes, una característica muy propia de los. equipos de Aimar. Pero el Madrid no se descosió. Incluso en esos momentos, jugó con firmeza, lleno de convicción y paciencia. Había un punto de excitación en su juego que adelantaba lo que sucedió después.
El gol de Raúl tuvo un efecto inmediato. El Madrid había hecho sangre en el Celta y estaba lleno de apetito. Desde ese instante, se vivió un fútbol formidable. Como si hubiera caído en trance, el Madrid trasladó su juego al umbral de la perfección. Cuando irrumpió Hierro en aquella jugada monumental -agarró la pelota en su área, tocó rápido, recibió más rápido todavía en la media cancha, abrió hacia Raúl, que recortó y metió la pelota para el cabezazo de Zamorano-, se adivinó la gran tarde que venía.
Casi fue natural que Hierro marcara el segundo gol en un remate de cabeza lleno de poder y voluntad. Había, emergido definitivamente la figura de Hierro. Allí estaba un futbolista con aura, de esos que pare cen auparse sobre todos los de más con una autoridad indiscutible. Para que Hierro haya adquirido la magnitud de los mejores futbolistas del mundo, ha sido necesario que se realojara en la defensa y cambiara el celofán engañoso de sus goles como centrocampista por el liderazgo, los recursos y la intimidación que ejerce como defensa.
Los veinte minutos finales de la primera parte fueron escandalosos. A Laudrup le dio por inventar toda clase, de suertes -taconazos, fintas, pases, giros-, y el público se volvía loco. Pero el Madrid no perdió la perspectiva ni en su estado de delirio. Había un corte vertical e incandescente en todas sus jugadas. Jugó por afuera y por dentro, mezcló el juego corto con los desplazamientos largos, esperó con la pelota guardada entre sus defensas y buscó el momento preciso para meter otra cuchillada. Había un aire matador en todo lo que hacía.
Así fue hasta el final. Todos dijeron algo en un partido que levantó el entusiamo de los aficionados. Vinieron los goles y por el camino apareció Raúl para demostrar su instinto dentro y fuera del área. Incluso los jugadores anónimos vivieron un día grande. Arrebatado por los acontecimientos, Lasa se liberó de todas las tensiones que le empequeñecen y se lanzó a la aventura del partido con una voluntad y una decisión admirable. Es lo que ocurre cuando la fiesta es verdadera: empapa a todo el mundo. Eso es lo que hizo el Real Madrid en una tarde inolvidable.
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