Las palabras ofensivas
La práctica social y judicial está consagrando la doctrina de que todos tenemos derecho a insultar a todos. Algunos no dejamos de sorprendemos, y volvemos sobre el mismo tema. Porque no parece que haya derecho a hacer algo que las leyes sancionan penal o civilmente. Pero, en la actitud judicial bastante extendida, el ámbito de la calumnia, de la injuria o de la ofensa al honor se ha restringido tanto que llegan a parecer reliquias con sabor añejo, que están ahí como testimonio de un pasado de represión. El pueblo español, salvo los sujetos incluidos en ETA y sus aledaños, cree firmemente en la no violencia, quizá porque aún no se haya repuesto de las orgías de violencia históricas y modélicas, pero esa creencia no se extiende, al parecer, y a juzgar por lo que dicen los medios, a la violencia verbal, al insulto, los cuales o son de producción propia, o puestos en boca de otros autores, por ejemplo, con cierta profusión, políticos. Como ya no matan, al menos insultan. Sí no los dejan ni insultar, ¿cómo van a expresar todo lo que sienten?
Y aquí es donde venimos, al fin, a parar. Muchos jueces, a los que nadie gana en democracia o identificados con el sentir del pueblo (lo que, como se comprende, dice mucho en su favor), han buscado una explicación "constitucional". Eso le parece a usted un insulto, injuria, calumnia, porque usted no está enterado, no es suficientemente demócrata, pues si lo fuera, sabría que así era antes, pero no ahora, en que son manifestaciones del derecho a expresarse libremente.
Esta doctrina, reafirmada en numerosas sentencias, parte del supuesto implícito, y quizá inconsciente, de que no es posible expresarse libremente sin ofender; y seguramente es verdad, mucha gente no sabe expresarse libremente sin ofender, al modo en que muchos integrantes del antiguo oficio de los carreteros no sabía manejar a los mulos sin, blasfemar. Y, claro, todo sea por la libertad de expresión y, la brillantez de la democracia.
Y así hemos venido a saber que las afirmaciones de que la justicia es un cachondeo, o que el tribunal está concha bado con una de las partes, o que fulano es un estafador, o que un juez actúa, contra todo derecho, por motivos de resentimiento personal, o que mengano ha abusado de su poder legítimo, o que está implicado en negocios sucios, o que es un racista, o un rascista, y tantas, otras cosas, son expresiones del ejercicio de la libertad de expresión, que da derecho a la crítica.
Lo cual hasta puede tener un Sentido funcional. Pues así como la tajante y eficiente prohibición de blasfemar pudiera haber producido un monumental atasco de carros, para que la gente se sienta libre hay que permitir que los comunicadores den salida a las expresiones verbales que nacen de diversas vísceras.
Pero es que, además, la calumnia a un juez, a un cargo público en el ejercicio de sus funciones, se llama, en nuestras leyes, desacato. Y esto es ya el colmo; se comprende que la gente imputada (de desacato reaccione como si le hubieran mentado la bicha. Y es que, claro, otra significación de la palabra es la de falta de respeto a un superior. Y la palabra desvirtúa la razón que pudiera haber en la cosa que describe. ¿Es que se puede tolerar que las leyes, con sus palabras insinúen que alguien sea superior a alguien? ¿No estamos en democracia?
La represión de la calumnia es un atentado a la libertad de expresión. Si, además, la calumnia tiene la avilantez de llamarse desacato, es un atentado a la igualdad democrática. Y así resulta que él autor del desacato acaba siendo, por fuerza de las palabras, el ofendido, habría que pensar, por leyes retrógradas que, verdaderamente, utilizan palabras ofensivas, y no los pobres calumniadores, sufridos paladines de la libertad de expresión, y críticos virtuosos de las indecencias ajenas.
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