Incógnito triángulo
Madrileño de asfalto, nacido y vivido en el centro de todos los centros, aprendí a trepar en las escarpadas laderas de Malasaña, conocí el descampado antes que el campo, fue para mí la Casa de Campo la más agreste de las selvas y mi mar el estanque del Retiro, mi fauna: perros, gatos, gorriones y palomas y las últimas vacas de las vaquerías urbanas que sacaban a pasear por las calles, camino de ignotos pastos, rabadanes urbanos.A mi primera casa de veraneo se llegaba en tranvía, y los primeros pueblos que pisé, al otro lado de la Dehesa de la Villa, hace tiempo que fueron fagocitados por la ciudad, y nada quedó de ellos, ni siquiera sus rústicos y sonoros nombres: Valdeconejos y Peñagrande. Más tarde, decidieron mis padres cambiar el tranvía por el ferrocarril y se hicieron. más agrestes las vacaciones, en El Escorial, Villalba, Moralzarzal o Alpedrete. Y conocí la sierra, me fascinaron las gallinas y los asnos, las perdices y los galgos, aprendí a respetar a los toros de lidia, que pastaban tras cercas de. piedra fáciles de saltar, y supe del pavor de los incendios forestales y de los placeres acuáticos de ríos y riachuelos.
El campo era la sierra de Guadarrama, con sus hotelitos de piedra berroqueña; y el tren de cercanías, con sus bancos de madera, era todo un Oriente-Express transiberiano que transportaba hacia la aventura. Luego descubrí el mar y conocí otras sierras, bosques y praderas, traspasé las fronteras de la provincia y las de la nación. Mucho más tarde, salté de continente y de hemisferio; pero la palabra campo siempre suscita en mí como primera asociación de ideas los primeros veraneos de la sierra madrileña.
Coincido con aquel que dijo que el nacionalismo se cura viajando, nunca entendí, ni quise entender, de patrias, de naciones o fronteras; pero el paso del tiempo, ése mínimo triángulo, casi equilátero si no fuera por el apéndice de Aranjuez que parece gotear sobre Toledo, se ha convertido para mí en la patria chica, patria minúscula que no suscita exacerbados patriotismos, con su bandera de diseño y su himno imposible. Nunca me emocionaron las banderas, siempre canté los himnos por obligación y con vergüenza, pero siento Madrid como mi casa, una casa en la que cada día voy descubriendo nuevas estancias y nuevos panoramas.
El Escorial, Alcalá o Aranjuez son los grandes salones de la provincia autónoma que visitan, o al menos reconocen, nativos y foráneos. Getafe, Móstoles, Leganés, Alcorcón, Parla, Alcobendas y Fuenlabrada son algunos de sus más amplios dormitorios periféricos. Los pueblos del Guadarrama, sus más frecuentados jardines suburbanos. Hay panterres urbanizados y adorados que forman cinturones en tomo de la urbe capital, hay páramos y yermos, y zonas industriales, vertederos y suburbios, ingratos a la vista y al paseo. El resto es tierra incógnita para una mayoría de madrileños de asfalto, que atraviesan sus términos a bordo de rápidos automóviles, devorando kilómetros de autopistas o autovías, ignorando las flechas que indican los desvíos de la ruta, a una velocidad que no permite ni siquiera leer los rótulos que dan cuenta de raras toponimias, de la existencia de pueblos y de aldeas marginados por la traza de las carreteras principales, o aislados desde siempre en la soledad de sus, montes, sus valles o sus brechas.
Madrileños hay que conocen mejor el Amazonas que el Manzanares o el Jarama. Que han estado muchas veces en Nueva York y ninguna en Navalcamero. Que han escalado el Himalaya y nunca han subido a Peñalara. Que han viajado a la Patagonia y desconocen la existencia de Cadalso de los Vidrios. Hace unos meses, cuando pedí al 003 información sobre un número de teléfono dé Orusco, una simpática operadora me sugirió que llamara al servicio internacional. Hace unas semanas, cuando invité a unos amigos a visitar Torrelaguna, me contestaron que, Cantabria estaba, demasiado lejos como para ir y volver en el día.
Pese a mi escasa propensión hacia el nacionalismo, reconozco que me duele el desinterés demuchos de mis paisanos, urbanos o rurales, por conocer su provincia, su pequeño, caprichoso y variopinto país, su entorno más cercano. Más de una vez he pensado que, si pudiera superar mi descreimiento político, patriótico, nacionalista; si la fe consiguiera resquebrajar mi contumaz agnosticismo, me aprestaría a fundar el Panamá (Partido Nacionalista Madrileño). Lo escribo en broma, y hago esta aclaración para evitar cualquier posible adscripción a la causa. En una ocasión anterior escribí algo por el estilo y hubo quien se lo tomó en serio, recibí algunas cartas de adhesión y un par de propuestas no del todo desinteresadas, para poner en marcha tan peregrina iniciativa.
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