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El Atlético multiplica la desilusión

Los rojiblancos completan otro desastre y ceden un punto ante el Compostela

Corría la primera media hora de juego cuando un chaval divisó en el palco presidencial algo inesperado. Enrojeció y comentó el hallazgo a sus acompañantes. La voz corrió por el graderío: "¡Que salude!, ¡que salude! De pronto, el reclamado se levantó de su asiento y saludó. Era Chiquito de la Calzada. El Atlético perdía por 0-1 y la hinchada buscaba, cualquier detalle donde refugiar su decepción. Mala señal.El Atlético sigue en proceso de alimentar la desilusión de su gente. En pleno año mágico del fútbol, cuando surgen aficionados de los rincones más insospechados, incluso por el Calderón, este equipo se empeña en vaciar sus gradas. Cada partido es Una condena. Para la vista, porque nadie es capaz de inventarse una jugada agradable, y para el corazón de los atléticos, cada vez más castigado. La hinchada hace esfuerzos infrahumanos por permanecer al lado de su equipo y por conservar el cartel de afición ejemplar, pero se está hartando. Ayer, despidió al equipo al grito de "hasta los huevos (sic), estamos hasta los huevos". El Atlético echa a la gente del campo.

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Un virus desconocido infecta al Atlético desde hace algunas jornadas. Es un equipo viciado de resultados negativos, frágil ante la mínima adversidad, resignado a su nuevo papel de segundón. Le llega cualquier rival a casa, le planta un sopapo en público y el Atlético no contesta la afrenta. Se deja robar puntos con el conformismo de los débiles, de los sumisos. Este equipo se está acostumbrando a los tropiezos y a vivir en la zona baja de la Liga. A este paso, no habrá camión de la mudanza que le devuelva al barrio de los ilustres.

La visita del Compostela no alteró el gris panorama del Calderón. Llegaron los gallegos con la lección aprendida, con la fórmula que un día alguien descubrió para romper al Atlético, y la fotocopió. Se encogió durante 20 minutos, los únicos en que asoman los de casa algo de energía; atascó la circulación rojiblanca con una ligera presión, y se sentó a esperar que el Atlético se derrumbara solo. Luego, cuando el rival ya había malgastado su débil artillería y se consumía por los nervios, lanzó viajes al portal contrario. Avisó Fabiano dos veces y apareció el gol: un precioso libre directo que Abadía (un viejo conocido la casa) colocó en una esquina.

Otra vez, el Atlético se las veía con un marcador en contra. Y otra vez, se venía abajo. D'Alessandro, su técnico, supo entonces que tendría que soportar otra dura sesión de desgaste, que agotaría toda su munición de tabaco, que perdería fuerza en la voz y que acabaría desencajado junto al banquillo. Y todo, para nada. Al Atlético, después del primer contratiempo, ya no hay quien le levante del suelo.

Ayer, eso sí, el Atlético encontró una vía por donde hacer daño: las alturas. La estatura de los centrales compostelanos hacían sospechar todo lo contrario, pero por allá arriba descubrió el Atlético su único aliado. Por allá arriba empató Valencia al borde del descanso. Y por allá arriba construyó sus tímidas ocasiones.

El Atlético se escondió en las ollas y los pelotazos. Por abajo, nada. Hace tiempo que este equipo se ha olvidado de las triangulaciones, de los pases al hueco, de los regates, de las llegadas hasta el fondo o de los pases de la muerte. Al Atlético ya sólo le quedan las ollas. Es un desastre.

La gente volvió a salir disgustada . Se aburrió, pasé un mal rato y dejó a su equipo hundido en los sótanos de la tabla. En el paisaje de lágrimas, sólo salió feliz la chavalada de preferencia: vieron al Chiquito. Es lo único que les queda.

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