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México, a la deriva

Jorge G. Castañeda

Si bien la actual deblacle mexicana estalló por donde siempre revientan las cosas en México -a saber, por el tipo de cambio y las finanzas nacionales-, tanto los orígenes de la crisis como muchas de sus secuelas son de índole política. La política se mantuvo en el "puesto de mando" de tres maneras durante 1994, que revelan la etiología política de la catástrofe: una, al imponer un velo de silencio sustantivo a la campaña electoral, cuando se hubiera podido discutir el rumbo económico del país; dos, al ser la verdadera explicación de por qué no se devaluó antes; y tres, al llevar al Gobierno a un equipo que se resiste a reconocer que gobernar suele ser optar.La opinión pública mexicana sin duda se sorprendió tanto como los inversionistas extranjeros ante el carácter intempestivo y la magnitud de la devaluación del peso, que a estas alturas supera ya el 50% en moneda nacional. Una de las razones de esta sorpresa yace, sin embargo, en un hecho atribuible en parte a esa misma opinión pública y en parte a los candidatos que contendieron por la presidencia de la República durante los primeros ocho meses del año pasado. No se trataron los temas nacionales de fondo, al concentrarse todo el esfuerzo y la atención en el procedimiento electoral. Salvo algunas acusaciones (justificadas) lanzadas por Cuauhtémoc Cárdenas al Gobierno en el sentido de que el peso se encontraba ya sobrevaluado, no hubo debate alguno entre los aspirantes sobre el tipo de cambio, la apertura comercial, la dependencia ante los flujos financieros del exterior, las privatizaciones. Ni la inminencia, ni las dimensiones, ni los posibles efectos de una maxidevaluación fueron expuestos ante el electorado.

Dicho silencio también impidió una conciencia plena por parte de los mexicanos sobre los llamados trade-offs o alternativas: devaluar o persistir en el estancamiento; devaluar a tiempo o quedarse sin reservas; devaluar poco y pronto, o tarde y mucho. De ahí que cuando se precipitó una medida necesaria, inevitable y deseable, cundió un desconcierto generalizado. Una gran discusión nacional sobre la paridad no hubiera evitado una devaluación; incluso quizás la hubiera acelerado. Pero hubiera contenido el descontento y la sensación de engaño que impera hoy en México, y que ha llevado a un clima casi de linchamiento del ex presidente Carlos Salinas de Gortari.

Las principales causas de la deblacle actual son de orden político, empezando con una de naturaleza externa. Después de las dificultades y compromisos asumidos por los presidentes Salinas y William Clinton ante el Congreso norteamericano para lograr la aprobación del Acuerdo de libre comercio o NAFTA en noviembre de 1993, simplemente estaba descartada una devaluación en los meses subsiguientes. Una tal medida hubiera confirmado las peores sospechas y las insinuaciones más maliciosas de los adversarios del tratado: México devaluaría poco después de la firma, "robándose" así los empleos norteamericanos mediante tácticas desleales. Durante el año entero que duró el debate interno en Estados Unidos, tampoco era concebible una medida que debilitaría mortalmente las posibilidades de ratificación. De tal suerte que, a lo largo de todo el año 93 y los primeros meses del 94, Salinas tenía las manos atadas: devaluar era traicionar los compromisos contraídos.

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Segundo factor político: la reconquista de las clases medias mexicanas por el PRI y el sistema después de 1988 se debió en buena medida a la estabilización de precios y del tipo de cambio. La liberalización comercial y la apreciación real del peso pusieron a disposición de millones de consumidores mexicanos bienes importados a precios accesibles. Gracias en parte a ello, el PRI, sin recurrir a un fraude electoral mayor al de 1988, recuperó, en 1991 y luego en 1994, varias plazas fuertes de la oposición, entre ellas el Distrito Federal y el Estado de México: la cuarta parte del país. Devaluar era volver a perder a esos segmentos cruciales del electorado y generar justamente el desánimo, y la irritación que hoy invade al país. En víspera de las elecciones presidenciales de agosto de 1994, era sencillamente inconcebible.

Tercer y último elemento político de explicación: la dinamica presidencial mexicana y la ansiedad de cada mandatario del país de no devaluar. "Presidente que devalúa, presidente devaluado", dijo José López Portillo en 1982, v tenía razón. Mientras lo pudiera evitar, jamás iba a devaluar la moneda Carlos Salinas: de ello dependía su papel en la historia, su elección a la jefatura de la Organización Mundial de Comercio, así como la posibilidad de caminar por las calles de México sin ser insultado. A Luis Echevrría y al propio López Portillo o bien no les alcanzó el dinero y el tiempo, o bien se sacrificaron por el bien del sistema: a cada quien su juicio. Miguel de la Madrid devaluó tantas veces que ya al final una más no importaba tanto; Carlos Salinas pudo transferirle el problema -éste y muchos más- a su sucesor.

Pero la política ha dejado su huella en la actual crisis al abrirle paso a un equipo generacional y gubernamental que hasta hace muy pocos días estaba convencido de que, como dijo alguna vez Albert O. Hirschman: "Todo lo bueno va junto". Según ellos, se podía crecer, controlar la inflación, financiar el déficit de cuenta corriente y abatir la inflación simultáneamente: nada se contraponía a nada. Así lo demuestra claramente el presupuesto enviado a la Cámara de Diputados por el presidente Zedillo el 10 de diciembre, diez días después de tomar posesión, y diez días antes de que se le viniera el mundo encima. Allí se contemplaba un crecimiento económico del 4%, una inflación del 4%, y un déficit en la cuenta corriente de 31.000 millones de dólares perfectamente financiable. No había por qué escoger entre metas todas ellas deseables y factibles, ni para priorizar unas y sacrificar otras. Si a ello se suma una inexperiencia perceptible y una renuencia sensible a escuchar voces disonantes, el resultado puede ser desastroso. Lo fue, y lo sigue siendo, al multiplicarse los errores y la insensibilidad, y al acentuarse la sensación de deriva que cunde en México en estos primeros días del año.

Ernesto Zedillo ha tenido la honestidad de reconocer un error que muchísimos mexicanos y extranjeros ya habían advertido: un deficit de cuenta corriente crónico del 6% del PIB era insostenible. Pero una confesión no hace un arrepentido: ahora hay que examinar por que surgió ese déficit y qué tan contingente es en relación al modelo económico en su conjunto. También urge definir el nexo entre un sistema de toma de decisiones cerrado y estrecho, y decisiones erradas. Finalmente, hay que determinar si a una crisis de origen político se le pueden aportar, como hasta ahora, únicamente remedios económicos.

A Ernesto Zedillo se le juntaron todos los problemas a la vez: la insurrección en Chiapas, la candidatura fallida e internamente repudiada de su antecesor a un puesto internacional, la devaluación de la moneda y el agotamiento de las reservas, la inflación galopante que se ha desatado y la carencia de interlocutores de oposición serios y a la vez representativos con quien negociar, una crisis bancaria y la ausencia de un Gobierno fuerte y competente en Washington que pueda ayudar. Ni los críticos más acerbos del rumbo del régimen anterior y del sistema político en su conjunto hubiéramos podido imaginar una pesadilla como la que vive hoy la nación. En la penumbra, se distinguen dos certidumbres, y nada más: el presidente no podrá conducir al país en la tormenta solo, o con el mismo núcleo obstinado y pequeño que ha gobernado a México desde hace diez años; y de nada sirve contarse cuentos sobre la gravedad de la situación. Se acabó el tiempo de las cerezas, pero también el de las ilusiones.

Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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