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Tres horas y media de esclavitud

Al fin lo entiendo: las calles silenciosas, las farolas en los charcos, los cines con tres filas, los bares desiertos, el fin de las tertulias, el eco de los pasos, el hundimiento del mus, las ojeras de tristeza, el olvido del ajedrez, la muerte del teatro, la invisibilidad del cabaré, la rutina del sexo, la discotequización de la música, la ruina de los restaurantes, la noche progresivamente oscura: coches sólo de vez en cuando, como en las películas de carreteras desiertas... ¿Dónde está la juerga madrileña? ¿El salero? ¿Dónde están los señoritos? ¿Las verbenas? ¿Los tablaos? ¿Dónde los famosos cafés y dónde los 36 periódicos nocturnos que salían cuando estalló la guerra?Están viendo la televisión. Cincuenta y cinco años largos después, ésa es una de las consecuencias más evidentes y a mi modo de ver la más terrible, por lo que implica, de la guerra.

De acuerdo con una encuesta de Sofres difundida el martes, los madrileños somos los españoles que más tiempo pasamos frente al televisor, con una media diaria de 216 minutos, o lo que es lo mismo, tres horas y 36 minutos. Al día. 1.277,5 al año. Si no recuerdo mal, otra encuesta de hace unos meses otorgaba a los españoles el primer puesto europeo en horas frente al tele visor. Lo que nos da derecho a la medalla olímpica de oro en una adicción en la que compiten cientos, miles de millones de personas. Debe de ser eso lo que quieren decir con que de Madrid al cielo: nos pasamos la existencia en el Olimpo de las ondas.

¿Qué se puede hacer con tres horas y media de tiempo disponible al día? Cojan lápiz y papel y verán a qué velocidad se les acaba el papel.

Se puede, por ejemplo, en no más de una semana, terminar el barco de madera a escala más difícil del mercado. En seis meses se puede tener Un romance desgraciado que sea el núcleo de una futura obra maestra. En un par de años se puede aprender francés, en uno italiano, y entre medias portugués. Se puede aprender a conducir; o a navegar, y también a jugar al golf. Se pueden aprender de memoria las canciones de Brassens, y aprender a tocar la guitarra o el acordeón, si se prefiere, pata cantarlas. Con el portugués, el velero y la guitarra se puede dar la vuelta al mundo declamando la poesía completa de Quevedo.

También se puede pintar, dibujar y, si se tiene mucho talento, se puede hacer una historieta tan buena, tan buena, que no la quieran publicar en ninguna parte y circule clandestinamente en Samizdat. Se puede jugar al tenis, mucho más divertido que ver los mismos partidos con los mismos jugadores hasta el día del juicio, o al fútbol, que supera con mucho el espectáculo de las aldeanas peleas de presidentes de club. Se puede leer toda la Edad de Oro de la novela negra, y luego hacer refritos para el cine, que nadie se dará cuenta. Se puede tener una novia, o un novio, que no sean sólo compañeros de localidad, y lo que es más importante, hay tiempo suficiente para regar el jardín y comprobar cómo va avanzando la sombra de la tarde en el Botánico. Y no hacerles pagar a los demás toda la mediocridad que creemos compone el mundo porque sólo lo vemos en la empobrecida, rectangular, boba imagen de la televisión.

Tres horas y media de televisión al día -promedio-, y nadie paga por ello. Nadie dimite, nadie va a juicio, nadie se siente aludido y a nadie se señala con el dedo. Probablemente se nos señale a los que decimos estas cosas -yo ya he comprobado que cuando las digo me miran raro, y a veces hasta me insultan-, con el argumento de que ésta es la civilización de la imagen; simpleza y coartada, más que argumento, que a mí personalmente me sirve para realizar el test de inteligencia más rápido de las modernas ciencias sociales. "Es que estamos en la civilización de la imagen": ya está: estúpido. Irrecuperable. Cuanto más, que por civilización de la imagen el sujeto en cuestión habitualmente entiende Un, dos, tres, en cualquiera de sus 1.345 versiones, el Hollywood del que fueron expulsados Chaplin y Orson Welles, La máquina de la verdad, o quizá El sexólogo, que ahora exportamos al Tercer Mundo con nuestro viejo espíritu misionero de llevar la civilización, incluida la de la imagen, a donde haga falta.

Quienes así argumentan debieran darse una vuelta un día por un aula española, cualquier aula, de cualquier edad por encima de cinco años, para ver hasta qué extremo llega la progresiva barbarie impuesta por la civilización de la imagen, o lo que es lo mismo, su trivialización masiva. Mentes despiertas e inteligentes como son todas las mentes jóvenes por el simple hecho de existir, pero con la imaginación, la curiosidad y la creatividad severamente tocadas, igual que su capacidad para jugar y para relacionarse, sin hablar de una ignorancia como sólo puede producir el sistemático alejamiento, durante años, de cualquier medio de alfabetización e información digno de tal nombre. También podría serlo la televisión. Y evidentemente no lo es.

Ahora sabemos la causa: tres horas y 36 minutos. Al día. Parece ser que vamos a más.

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