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Reunión de 'kies'

Los seis presos más peligrosos de España relatan sus fugas espectaculares

J. A. HERNÁNDEZAMELIA CASTILLA.

Desde su celda apenas se veía un pedazo de cielo. El módulo FIES (Fichero de Internos en Especial Seguimiento) de la prisión de El Dueso (Santander) era conocido por sus moradores como el agujero. A finales de 1991 coincidieron en ese módulo seis hombres (cuatro de ellos, enfermos de sida). Pasaban el día, encerrados en celdas individuales, vigilados por una cámara de circuito cerrado de televisión a la que ellos llamaban el inquisidor, sólo tenían derecho a una hora de patio, y su única distracción consistía en comunicarse a gritos a través, de, las rejas de las celdas, jugar con un ajedrez construido sobre papel, leer libros, y hacer gimnasia. Los seis kies [reclusos más peligrosos] estaban allí, aislados del resto de los presos: acababan de protagonizar fugas espectaculares, alguna sangrienta.

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Ninguna requirió una excesiva preparación. No hubo que cavar túneles durante días ni se utilizaron helicópteros... Juan José Garfia, el más duro entre los duros, se fijó nada más entrar en aquel furgón policial en una raya de luz que atravesaba el suelo del coche. Manuel Castillo Jurdo y Carlos Manuel Esteve García se evadieron de la prisión de Huesca en el coche del director y con dos funcionarios como rehenes, tras asestar veintitantas puñaladas a un funcionario; Juan Redondo Fernández y José Tarrio González subieron al transbordador JJ Sister, que les conducía de la prisión de Tenerife hasta Cádiz, dispuesto a intentar algo, pero no sabían qué; Ernesto Pérez Barrot, otro de los duros de los talegos españoles, abandonó el juzgado de Elda (Alicante) con un cuchillo en el cuello de una fiscal, y Pedro Vázquez se fugó del hospital de Basurto (Bilbao) descolgándose por una cuerda mientras un policía le esperaba en la puerta del lavabo.

Casi todos tenían alguna muerte a sus espaldas, y sumando sus condenas superaban los 500 años de cárcel. Eran los presos más peligrosos, los irreductibles. El ex secretario de Estado de Asuntos Penitenciarios Antoni Asunción les había encerrado en las celdas de máxima seguridad de El Dueso harto de ellos.

Juan José Garfia, con gritos a través de los barrotes de su celda, propuso que cada uno contara el motivo por el que se encontraba allí. "Les gustó y nos pusimos manos a la obra", recuerda Garfia desde su actual celda en Picassent.

"Esteve, Vázquez, Tarrio y yo escribimos cada uno nuestra historia Barrot no tenía facilidad de expresión, así que yo recogí su relato", cuenta Garfia en la presentación de Adiós, prisión, un Ebro escrito por él cuyo. manuscrito ha sido entregado a la editorial navarra Txalaparta.

"Lo escribimos todos"

"El proyecto, la búsqueda de documentación [incluye autos judiciales y un diccionario con la jerga penitenciaria] y la elaboración fue obra del que firma, pero el libro lo escribimos todos. Cada uno su parte correspondiente", asegura Garfia en el Ebro. Garfia, que acaba de cumplir 28 años, tiene una condena que finaliza en el año 2065. Ahora se dedica a estudiar la carrera de Historia, dibuja y escribe relatos cortos. Su comportamiento en los últimos años es bueno, y sólo quiere que la gente le olvide. Comunicar con él provoca un importante movimiento de funcionarios. Incluso le llevan esposado hasta el locutorio. Adiós, prisión se inicia con un proverbio japonés: "El clavo que sobresale recibe un martillazo", y la filosofía de sus protagonistas se puede resumir en la respuesta que Esteve le dio al director de la prisión de Huesca cuando éste le preguntó (en medio de la tensión del sangriento secuestro y posterior evasión que protagonizó el 29 de noviembre de 1991) qué pretendía: "Reventar ahí fuera [en libertad]", le soltó. Esteve y Castillo, su compinche aquella tarde, forman una extraña pareja. La voz cantante en la evasión la llevó Esteve, tachado en fuentes penitencias como un "auténtico desalmado". Ambos cumplen condena ahora en las prisiones de Jaén y Badajoz, respectivamente.

La fuga de Huesca se planeó poco después de que Esteve cumpliera su duodécimo cumpleaños a la sombra. "Emboté mi cerebro con un montón de porros y, como los 11 anteriores, pasó sin pena ni gloria" relata en Adiós, prisión Cada hora que pasaba encerrado la gastaba en buscar la manera de salir de allí. Tenía claro que si recurría al secuestro sería para evadirse o morir matando. La fiesta empezó en el taller, cuenta en el libro: "Cogimos al carcelero que andaba por allí poniéndole un cuchillo en el cuello y le metimos en su oficina, amarrándolo con un cabo de coser balones. A continuación bajé al centro y me hice con otros cuatro carceleros. Les arrebaté la llave de la cocina y nos hicimos con cinco cuchillos, tres de 15 o 20 centímetros de hoja y otros dos de 45, parecían espadas".La comunicación con el exterior se realizaba con walkies. El primero en llamar fue el psicólogo. "Pero bueno, fantasmón" le contestó Esteve cuando éste le dijo que quería hablar. "Mira, entre Manolo [su compañero de fugal,y yo llevamos 30 años de cárcel, ¿pretendes psicoanalizarnos, eh?".

Durante el tiempo que duró el secuestro y mientras se realizaban las duras negociaciones con el exterior para conseguir un coche en el que huir, Esteve cuenta en el libro que se sorprendió de la "lucidez, serenidad y claridad que solemos tener en momentos como ése, en los que la vida pende de un hilo. El corazón bombea con fuerza, y la adrenalina produce una sensación placentera".

El momento más espeluznante del relato se produce cuando "Esteve, al ver que no se cumplen los plazos impuestos, amenaza con un: "Bien, cabrones, vosotros lo habéis querido". "Dejé el walkie en el suelo y con un cuchillo cortó me dirigí al jefe de servicios. Le di la primera puñalada en el costado derecho. Al meterle, empezó a gritar, y los otros rehenes prorrumpieron en gritos y alaridos, a la vez que lloraban. Le di con tanta fuerza que le hice un tajo en el dedo índice". "Los presos según el relato, "exaltados por la visión de la sangre, gritaban '¡mátalo! ¡mátalo!', y al acabar sonó una salva de aplausos".

Menos sádica, pero también espectacular, fue la escapada de Barrot. El preso, que salía de Fontcalent (Alicante) en dirección al juzgado de Elda para someterse a un juicio de faltas, había sido cacheado repetidas veces, pero recogió un cuchillo en la cisterna "del centro donde te meten a la espera de la Guardia Civil. Así que no se comieron nada", se jacta en su relato. Barrot se suicidó poco después de relatar su fuga en la prisión de Valladolid. No pudo soportar ver cómo su cuerpo perdía fuerzas a consecuencia del sida.

La fuga de Garfia fue el resultado de un poco de trabajo y algo de suerte. Nada más subir al furgón que lo trasladaba de Meco (Madrid) a Burgos, vio la raya de luz en el furgón policial. "Pisé varias veces en diferentes puntos del suelo, y el suelo cedía abombándose", asegura en el libro. En compañía de otro preso, El Francés, abrieron un butrón en el suelo del autobús que los transportaba. El agujero estaba hecho antes de que, el coche atravesara el puerto de Guadarrama. Sólo había que esperar el momento oportuno para saltar. "Me acuerdo que andaban rulando por allí algunos porros, y yo pasé de fumar porque estaba jodido, aparte que la acción estaba cercana, y como la vaina iba de pinreles, había que estar a tope físicamente. Me moví por allí buscando pasta y me pasaron dos talegos para primeros auxilios", relata Garfia.

El salto se realizó en Valladolid, su tierra. Antes de tirarse desde el coche montó una cita de seguridad con El Francés en la sección de deportes de unos grandes almacenes. En ese momento sólo le preocupaba cómo librarse de la escolta policial que iba detrás del furgón. A la entrada de la ciudad, en un momento que el coche redujo velocidad (irían a unos 50 kilómetros por hora), gritó "¡ahora!". Y saltaron él y El Francés. "Yo caí de pie, y nada más tocar el suelo salí corriendo. El coche de la escolta se me vino encima, y cuando eché a correr tuve que saltar por encima del capó. Salí derrapando, y el que pilotaba el coche detrás de mí. Cuando llevaba unos 250 metros miré atrás y vi que el tío [el guardia civil] no perdía terreno. Era joven, de 25 o 26 años, y ganso, más alto que yo. Le miré un par de veces y vi que no llevaba trasto [pistola]. Empecé a sentir dolor en el pecho y asfixia, así que puse a currar el computador cerebral. Empecé a reducir la velocidad fingiendo cansancio, y el nota [individuo] se fue acercando. Me puso la mano en la espalda y por un segundo vi su cara de triunfo. Frené en secó y tiré el codo derecho hacia atrás con toda potencia. Se lo metí en la boca del estómago, y el aire que tenía dentro me pasó zumbando la oreja. Hizo guassshh, como un cohete".

Una vez solo, buscó un taxi que lo llevó hasta la plaza Mayor de Valladolid, y se metió en un bar para llamar por teléfono. Le fueron a buscar en coche y le llevaron gafas de sol y una chupa. Le dejaron en una casa con comida; por la radio oyó que se habían escapado tres presos. A la noche siguiente abandonó la ciudad, y allí se quedaron "buscándome hasta por las alcantarillas", recuerda.

José Tarrio considerado un ideólogo del antirrégimen penitenciario y Juan Redondo también forman una extraña pareja. Ambos cumplen ahora condena en Jaén, pero también salieron juntos de la prisión de Tenerife el 23 de agosto de 1991. Acababan de protagonizar un motín, y los llevaban, en barco, a Cádiz. Subieron al JJ Sister y les colocaron en celdas separadas. La primera noche, Tarrio sacó una barra de hierro de debajo del colchón y con una sierra pequeña fabricó una magnífica arma rudimentaria. "Podemos cogerles a punta de cuchillo", gritó Tarrio, al referirse a los dos guardias que los custodiaban en el barco.

Por fin, tras mucho cavilar y abrir boquetes por todas partes, consiguen retirar el pestillo de una de las celdas con un alambre. Salen fuera y se dirigen al camarote de los agentes, que está vacío. Los guardias son reducidos y atados a medida que van llegando. Ninguno lleva pistola, pero sí dinero; les roban unas 30.000 pesetas. Faltaba. poco para que el barco atracara, y, confundidos entre los pasajeros, logran a6andonar el JJ Sister.

Tres años después de los hechos que se relatan en Adiós, prisión todos siguen como FIES. Viven encerrados en celdas aisladas, sólo hablan con los funcionarios que les llevan la comida, no tienen derecho a comunicaciones íntimas y una vez al día se les permite la salida al patio; ni siquiera en ese momento les hablan, únicamente escuchan desde un altavoz a alguien que grita: "patio"; y las rejas se abren mecánicamente.

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