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Tribuna:
Tribuna
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Elogio en el desacuerdo

Los burlescos incidentes provocados por el veto de un "personaje" de quien no había oído hablar antes de ellos y de quien probablemente no volveré a oír hablar después a la presencia de Mario Vargas Llosa en el jurado del último Festival Cinematográfico de Venecia ilustran de manera patética la persistencia en el campo de la izquierda de unos hábitos de sectarismo, dogmatismo e intolerancia directamente responsables de su actual derrumbe y desbandada.Mario Vargas Llosa no es únicamente el autor de media docena de novelas que cuentan entre las mejores de las últimas décadas y de un libro de relatos, Los jefes, cuya lectura me deslumbró hace treinta años, sino asimismo un ensayista político de una enjundia y coherencia insólitas y admirables. La honestidad y valentía con las que defiende sus ideas, a menudo impopulares, a cuerpo descubierto no son por desdicha frecuentes en nuestros predios de estrategas zorrunos y ladinos tácticos, maestros en el cultivo de la restricción mental y la maniobra secreta, que, más que intelectuales, parecen ajedrecistas por su arte de mover prudentemente las fichas en el tablero de su grandiosa o mediocre carrera profesional.

Vargas Llosa tiene el coraje de avanzar sin máscara alguna, con una mezcla ejemplar de inteligencia y pasión. Sus artículos quincenales publicados en EL PAÍS y compilados más tarde con el título de Desafíos a la libertad son de lectura incitativa y provechosa, a menudo divertida e iconoclasta y, en cualquier caso, enriquecedora para quien sepa hacerla sin anteojeras. Es una verdadera fortuna, en un ambiente intelectual tan estrecho y provincial como el nuestro, respirar unas bocanadas de aire fresco como las que nos procuran. Sus opiniones, perfectamente discutibles como todas las opiniones del mundo, resultan en verdad estimulantes tanto en el acuerdo como en el desacuerdo.

Algunos de los textos, leídos en estas mismas páginas, se habían grabado nítidamente en mi memoria por su ironía y fino sentido del humor. El retrato de los revolucionarios senderistas refugiados en Suiza ('Pasión helvética') me trajo a la memoria estampas parecidas de los marxistas chilenos exiliados en Berlín Occidental hace doce años. Gran parte de ellos había orillado en aquel islote capitalista del vasto "mar rojo" después de huir por segunda vez de estampida de una Rumania en donde Ceausescu les había acogido con los brazos abiertos. Pero casi ninguno tenía la honradez de denunciar en público su penosa experiencia de una satrapía supuestamente comunista y, al abrigo de la necesidad, gracias a la hospitalidad de la RFA, se limitaban a condenar ritualmente al sátrapa de derechas responsable de su primer exilio. La única excepción que conozco, la del poeta Gonzalo Rojas, embajador del Gobierno de Allende en Cuba, es aleccionadora: tras lograr salir a duras penas de la guatemala habanera meses después del golpe de Pinochet y su cese fulminante en el cargo, fue expedido por las autoridades cubanas a una guatepeor: la Alemania del Este. Un bello y sobrio poema dibuja en filigrana su enclaustramiento en una siniestra villa de la nomenklatura a orillas del Báltico.

He disfrutado también en el repaso de textos en los que la seriedad y penetración del terna analizado no excluya la amenidad de su exposición ('Saul Bellow y los cuentos chinos', 'Arte degenerado', 'Cruzados del arcoiris', 'Führer Heidegger', etcétera). Quienes acusan de "fascismo" a Vargas Llosa harían bien en leer éstos y otros artículos de Desafíos a la libertad en los que el novelista denuncia en términos elocuentes los estragos del racismo, nazismo, xenofobia y de las llamadas dictaduras de derecha. En consonancia a los principios de libertad política, comercial y monetaria expuestas por Hayek y Popper, arremete contra el "amo y serior de la dictadura más longeva del continente" (Fidel Castro), pero asimismo con Fujimori y su persecución de los apristas y comunistas ("Éstos son", dice, "mis adversarios políticos. Pero para mí ese combate sólo puede librarse en la igualdad de condiciones que permite la libertad, y el juez sólo puede ser el pueblo peruano, no un árbitro tramposo y matón, que opone tanques a razones". Excelentes también su análisis del PRI (al que calificó de "dictadura perfecta", con gran escándalo de muchos intelectuales mexicanos); su repudio, casi en solitario, de la aplaudida interrupción por los militares del proceso electoral en Argelia en enero de 19511, con las consecuencias que todos conocemos ("las democracias occidentales no tienen el derecho de prohibirle, a pueblo alguno, por primitiva y terrible que parezca su elección a la hora de votar, el régimen político que quiera darse"); su retrato mesurado de los líderes de la izquierda iberoamericana con motivo de su reunión en Princeton (en los antípodas de la andanada de improperios que suele acoger las intervenciones de Vargas Llosa en los medios políticos opuestos a su doctrina).

Las dos bestias negras -excúseme el galicismo- de Mario Vargas Llosa son el "despotismo ilustrado" del Estado moderno y el nacionalismo político, económico y cultural. En 'Cataclismo de la libertad', escrito a raíz de un viaje del autor a Polonia en 1991, expone con crudeza la situación contradictoria a la que se hallan confrontados sus colegas: "Con el desplome del socialismo (léase soviético, J. G.), los intelectuales y artistas de Polonia han visto desaparecer a los comisarios y a los censores políticos; pero, también, aquella seguridad que los subsidios estatales daban a muchos creadores y profesionales respetables, y permitía, por ejemplo, a un editor publicar un libro muy largo y muy difícil atendiendo sólo a la calidad, sin preocuparse de si el público lo compraría...". Su respuesta a aquélla -"una sociedad que hace suya la opción de la libertad debería resignarse ( ... ) también (a) una cultura pobre, un teatro soporífero y una literatura pestilencial"- me recuerda la que me dio un miembro del equipo de rodaje de Alquibla en Uzbekistán cuando le reproché en broma su lectura voraz de un tebeo erótico (La habichuela roja), mientras el chófer ruso de nuestro destartalado autobús permanecía enfrascado en una novela de Scott Fitzgerald: "La lee porque no tiene otra cosa que leer. Si pudiera procurarse una historieta porno, cambiaría su lectura por la mía". Aquí, y en otros pasajes del libro, el fatalismo risueño (la expresión es de Octavio Paz) con el que Vargas Llosa acoge los atropellos del "tren de la modernidad" que nos reducirá a "la condición de supervivientes de una época ¡da, de mantenedores de mentalidades y quehaceres relegados por la historia a la periferia y a la catacumba", se parece extrañamente al de muchos compañeros de viaje del comunismo soviético que, conscientes de los engaños y lacras de éste, sostenían no obstante, como yo, con un masoquismo del que ahora me avergüenzo, "luchamos por un mundo que tal vez será inhabitable para nosotros". Si hace treinta años me inclinaba a aceptar un destino tan sombrío como el que nos pinta Vargas Llosa, hoy me opongo a dicha resignación: me resisto y resistiré a vivir en un universo de seres empobrecidos y lobotomizados por la Mercancía. La crítica feroz del nacionalismo merece en términos generales toda mi simpatía. "El nacionalismo", escribe, "es la cultura del inculto, la religión del espíritu de campanario y una cortina de humo detrás de la cual se anidan el prejuicio, la violencia y a menudo el racismo". En efecto, es así; pero esta definición exige retoques y matizaciones. No es lo mismo el nacionalismo de un pueblo expoliado y perseguido por culpa de crímenes ajenos (como es el caso del palestino) que el de un pueblo-nación expansivo y depredador, unido por una mística esencialista y xenófoba (como el de los paladines de la Gran Serbia). El nacionalismo fundado en esencias míticas y destinos privilegiados, que únicamente mira atrás y fomenta lo privativo, es, sin lugar a dudas, uno de los mayores peligros que nos acechan. No obstante, no debe meterse en un mismo saco a todos los sentimientos nacionales si eluden las trampas antedichas y, las circunstáncias históricas los excusan. En su bien argumentada defensa del binomio democracia política y libre mercado y de la internacionalización y globalización del último, Vargas Llosa considera el civismo, la participación y confianza en el sistema como las claves del éxito. La libertad de invertir, producir y comerciar que, unida al respeto de la propiedad privada y los contratos, es la base del desarrollo económico civilizado, escribe, desembocará un día en la creación "de una nueva civilización a escala planetaria organizada en torno a la democracia política, el predominio de la sociedad civil, la libertad económica y los derechos humanos". Esta perspectiva luminosa, ¿corresponde a una imparable evolución histórica o refleja tan sólo unos deseos píos? Vargas Llosa no ignora, desde luego, que "este sistema de legalidad, racionalidad y libertad que es la democracia sigue siendo precario" y se enfrenta a "nuevos y más peligrosos desafíos". Su principal enemigo, advierte con razón, lo encarna el mercantilismo, esto es, "las alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes para, prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas. "Cuando así sucede", agrega, "una democracia empieza a declinar y puede llegar a désintegrarse". Ahora bien, ¿no es precisamente esto lo que hoy ocurre en la mayor parte del mundo? Entre los escombros de las ideologías totalitarias, la doctrina defendida con empeño por Vargas Llosa ocupa el centro del escenario político-económico mundial y aparece incluso, como dijo Sartre hace cuarenta años refiriéndose al marxismo, como "el insuperable horizonte de nuestro tiempo". A semejanza del credo del autor de El capital, el del FMI y el Banco Mundial se vende actualmente por ineluctable y científico. Más aún, sostenido también por un poder económico y militar único en la historia y un consenso casi general de la clase política, cualquiera que sea su pelaje, actúa en verdad como un formidable mecanismo de presión. Quien no esté de acuerdo con él se condena a sí mismo a una melancólica ineficacia testimonial. El presente es difícil, oímos; de boca de todos los políticos, ya sean socialistas, populares o convergentes: el paro ocasionado por una recesión coyuntural, los desequilibrios económicos, bolsas de pobreza, miseria del Tercer Mundo, son dolorosos y preocupantes; con todo, la reducción de la inflación y el déficit público, recorte de salarios, flexibilidad laboral (léase libre despido), deslocalización, abandono de los costosos programas de protección social, avivarán el desarrollo de la economía y crearán una riqueza beneficiosa para todos. Es corto, hay que apretarse temporalmente el cinturón para colectar mañana los frutos de dicha política de ajuste. Pero me asalta una sospecha: ¿acaso no repite este discurso las mismas promesas miríficas del socialismo soviético y justifica el sacrificio actual de los excluidos del trabajo y de los pueblos hambrientos del Tercer Mundo en aras de otro porvenir radiante? En cuanto a la convicción de nuestro autor de que "la internacionalización de la economía, la creación de mercados mundiales en la que cada país pueda hacer valer sus ventajas competitivas" facultará "a los países pobres salir de la pobreza" tropieza con la tozudez de los hechos. La Tienda Global a la que aspira un liberalismo zafado de los correctivos y trabas de la socialdemocracia excluye en la práctica a clases enteras (culpables de no haber sabido adaptarse a la marcha veloz del progreso), naciones enteras (ídem) y continentes enteros, (como es, con alguna excepción, el caso de África). ¿Cuáles pueden ser las "ventajas comparativas" de Estados como Mali, Níger, Burkina, Somalia o Etiopía? A la antigua explotación capitalista denunciada por Marx ha sucedido una exclusión mucho peor de decenas de millones de personas del mercado laboral que conduce a su actual proceso de autodestrucción, (derrumbe psíquico, drogadicción, sida). El fundamentalismo monetario del FMI y del Banco Mundial no va a aliviar a la corta ni a la larga las aterradoras desigualdades que afligen nuestro planeta. Un 20% de privilegiados controla el 83% de la riqueza mundial y el 20% más desfavorecido sobrevive con un 1,4% de la misma. En 1960, la diferencia entre unos y otros era de 30 a 1. En 1991, de 61 a 1. Como apunta con razón Vargas Llosa, la responsabilidad del saqueo, ruina y postración de los países pobres recae a menudo en los sátrapas que los señorean. Pero estos sátrapas no existirían sin la complicidad directa de las grandes potencias que los sostienen, entrenan sus policías y ejércitos y les venden armas a manos llenas. Por una intervención en favor de la democracia como en Haití, ¿cuántas intervenciones directas, indirectas o solapadas han fomentado guerras interétnicas, tiranías, genocidios y hambre? En un sistema sin frenos democráticos controlables, en el que sólo priva el beneficio egoísta en méngua de las consideraciones solidarias, ¿cómo parar los atropellos del dios Mercado, despiadado y ubicuo? La confianza de Vargas Llosa en los valores y principios cívicos del ultraliberalismo para corregir unos comportamientos y mentalidades que no han cambiado desde los tiempos de Plauto y La Celestina, ¿no es excesiva y voluntarista? Si su visión del futuro de la cultura peca a mi entender de pesimismo, su fe en una ética del libre mercado incurre, creo yo, en el defecto opuesto. ¡Ojalá me equivocara yo en lo último y él en lo primero! Desafíos a la libertad inspira en cualquier caso infinidad de reflexiones y preguntas. Nada mejor para la sociedad civil que el libre debate de ideas y desacuerdo fértil fuera del recinto de las ideologías.

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