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El viaje a ninguna parte

Juan Luis Cebrián

-¿Y qué ha sido del antiguo nacionalismo español?La pregunta la hacía, el viernes pasado, y al calor de una tertulia privada, Hugh Thomas, historiador británico, cuyos ensayos sobre España, Cuba y México han tenido considerable influencia en la clase intelectual y política de nuestro país.

Sería José María Aznar quien de forma indirecta habría de contestar esa misma tarde a la cuestión, en una conferencia-mitin en Granada, cuando trataba de explicar los motivos del abucheo que le propinó un grupo de estudiantes independentistas en Lérida: "Me insultaron por ser español". Con lo que el líder de la derecha parecía sugerir que la única forma de serlo es, en efecto, la que él mismo practica. Esta identificación de Aznar con España no es de distinta especie a la que pretendiera días atrás Felipe González con las instituciones democráticas, o a la que ya nos tiene acostumbrados Pujol respecto a su persona y Cataluña. También los obispos han decidido ahora erigirse en intérpretes singulares de los derechos humanos, para no hablar de esos comentaristas y escritores que se constituyen en defensores exclusivos, y excluyentes, del vínculo de la fe en la libertad de expresión.

La realidad es que Thomas no hacía la pregunta, sin embargo, sobre el nacionalismo español versus las veleidades autonomistas y el resto de los nacionalismos ibéricos, sino, por referencia a nuestra actitud acerca de la construcción europea y la integración de las democracias nórdicas en la Unión. Los presentes tuvimos que reconocernos que la sensibilidad de la opinión pública sobre estos temas es cada día menos visible, y que el debate político está sumido en un casticismo preocupante, abrumado ahora por las investigaciones sobre los calderos de Palomino.

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El sentido patrimonial de España, de Cataluña, de la democracia o de la libertad que cada cual parece tener en este mar de ruidos en el que estamos inmersos no es gratuito. Responde a una creciente crispación de la vida pública desde que los populares decidieron provocar a cualquier precio un anticipo de las elecciones generales, una vez, que vieron frustradas sus esperanzas de acceder al poder en junio de 1993. Pero, en medio de ello, va cobrando fuerza la idea de que todo lo que nos sucede es fruto perverso de los años de la transición.

De acuerdo con los defensores de semejante tesis, el consenso -simbolizado por los famosos pactos de la Moncloa- no fue sino una chapuza, propia del oportunismo de los franquistas más avispados y de la traición de los demócratas más ambiciosos. Semejante contubernio habría parido un régimen podrido en su raíz, reflejo sólo de los intereses de los nuevos grupos de poder -mezcla de sectores de la antigua oligarquía y de un puñado de advenedizos- entre los que no debe sorprendernos hallar numerosas muestras de corrupción, dado que el régimen es la corrupción misma. Los ocasionales teóricos que se apuntan a este análisis insisten en identificar ese sistema con lo que denominan el felipismo, una encarnación perfecta de lo que denuncian. El paso de los socialistas por el poder no respondería, así, a otros motivos que no fueran la consolidación de un método de enriquecimiento del nuevo establishment a través de prebendas y favores administrativos, vulnerando los más elementales principios de la transparencia democrática, sojuzgando la libertad de expresión y arrojando a las tinieblas exteriores a todo aquel que no sea cómplice.

Con arreglo a semejante tesis, los casos Rubio y Roldán no son simples hechos concretos o aislados, ni siquiera ejemplos de otros supuestos de corrupción que desconocemos, sino el corolario lógico, la consecuencia inevitable, de lo sucedido. La transición -señalan- es corrupta no porque se hiciera por gentes corruptas sino porque se montó precisamente como un sistema de corrupción. De manera que es legítima la cultura de la sospecha, y la resistencia a montar comisiones de investigación en Cortes proviene de que cualquier cosa que se indague en torno al proceder del sistema pondrá de relieve la podredumbre del mismo y la necesidad de un cambio estructural en el poder. No sólo un nuevo partido, también, una nueva ética -dicen los obispos- o quizá un nuevo régimen -el debate sobre la república-.

Con un efecto que para algunos de nosotros no deja de ser sorprendente, el Partido Popular procura pescar en estas aguas que él mismo agita utilizando idénticas artes a las del PSOE antes de las elecciones de 1982. Enarbola dos términos, cambio y regeneración, que fueron en su día señas de identidad del partido de Felipe González, e incluso se obstina en apropiarse del legado moral de gentes como Azaña, cuya malograda suerte es uno de los ejemplos obvios de la intolerancia de la derecha española. Y como la estabilidad parlamentaria del Gobierno está asegurada, debido al pacto de socialistas y nacionalistas catalanes, forcejea por unos comicios anticipados que permitan inaugurar lo que llaman "la segunda transición". A saber, aquella que traerá la verdadera democracia a este país de la mano de sus dirigentes.

El agotamiento del partido socialista, su enroque en el poder, su incapacidad para la renovación interna, en personas e ideas, y sus próximos descalabros electorales están ya fuera de toda duda. La reacción del presidente y su Gabinete en el caso Palomino arroja nuevas sombras sobre su mermada habilidad de gobernantes. De modo que la alternancia en el poder parece una necesidad sentida fuertemente por el cuerpo electoral, incluidos muchos de los que depositaron su voto a favor de los socialistas. Pero siguen siendo justificados los temores que dicha alternancia suscita en sectores no precisamente izquierdistas de nuestra sociedad, dada la contribución histérica que algunos líderes de la derecha vienen haciendo a la discusión nacional. La crispación añadida, e innecesaria, que los populares han acumulado sobre los considerables problemas que tiene este país no ayuda, por eso, a mejorar las perspectivas. Si uno se asoma al balcón, al menos en el otoño madrileño, no ve en la calle más que ruido, confusión y aturdimiento. Las alusiones a la partitocracia, las críticas a nuestro sistema político como régimen caduco y falaz, las censuras a la reconciliación entre españoles sellada por el consenso de la transición, la apelación a la injuria como arma frecuente en política y los intentos indudables de deslegitimación del poder democrático permiten, sin esfuerzo, suponer que nos encontramos envueltos en una oleada de sentimientos, cuando menos, pre-fascistas. Naturalmente esto no quiere decir que la democracia esté en peligro ni que lo que llegue sea la caverna. Significa sólo que es preciso un esfuerzo de imaginación y liderazgo que logre sacar a este país del desencanto creciente. Cualquiera que sea la alternancia, no puede construirse sobre la imagen trucada de que estas dos últimas décadas de vida española fueron un engaño. Si nos hallamos ante una segunda transición, hay que preguntarse adónde nos lleva. No vaya a ser que, después de lo andado, estemos iniciando un viaje a ninguna parte.

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