La lengua

Me quedé dormido con la boca abierta y se me fue la lengua. Estuve todo el día como si me faltara algo: no echaba tanto de menos su función como su volumen, que hasta entonces había llenado un espacio moral cuyo vacío resultaba insoportable. Los dientes se volvieron remotos: tenía que tocarlos con los dedos todo el rato para confirmar su existencia. Dejé de comer después del primer bocado porque los alimentos, de súbito, se habían vuelto tristes: rodaban por el borde de los labios y se depositaban en el fondo de la gruta bucal sobre las glándulas productoras de saliva, con la amargura de las cosas que caen por un instinto puramente mecánico. Esa noche estuve en una fiesta a la que había sido invitado y no hice más que observar las bocas de los otros por si reconocía en alguna de ellas a mi lengua. Advertí por primera vez que existe una gran variedad: las había pequeñas y ágiles; rosadas y oscuras; lisas y rugosas. No estaba seguro de cómo era la mía, pero decidí que se trataba de una lengua plana, sin grandes complicaciones musculares. En esto, oí hablar a una mujer detrás de mí. Me pareció que tenía dificultades con la erre, igual que yo. La seduje con los ojos y la besé en el pasillo con intención de arrancársela, pero la lengua de la mujer exploró brevemente mi cavidad bucal, y la abandonó enseguida con un movimiento de terror, como cuando descubres algo muy familiar en otro. Ella se alejó con los labios apretados.Esa noche, volví a quedarme dormido con la boca abierta y al despertar noté que había vuelto. La saqué delante del espejo y me pareció una lengua ajena: era muy gruesa y decía cosas que no me concernían. Además, pronuncia bien la erre y está un poco mordida, como si perteneciera a alguien que no dice siempre lo que piensa. De todas formas, es mejor que nada.
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