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El ocaso de la iglesia

La historia de la Iglesia es cambiante; pero, como el Ave Fénix, surge nuevamente de sus cenizas. Hoy, sin embargo, parece de difícil recuperación su fluir en el tiempo. Una mirada a su historia, sin resentimientos ni apasionamiento, hace pensar que está cerca de su fin como gran multinacional centralizada y con poder casi omnímodo. El pontificado de Juan Pablo II ha tenido la virtud de llevar a su colmo los errores y el desprestigio intelectual; y nos hace recordar la observación del gran biblista Alfred Loisy, cuando era católico, señalando que "Jesús predicó el Reino de Dios, y lo que vino fue la Iglesia". Una Iglesia organizada para tiempo de lucha y desarrollo que ha resultado un organismo teratológico lleno de mediocridades, y por tanto autoritario, porque "la mediocridad fundó -y asentó- la autoridad" (Harnack). Eso es lo que vimos con la proclamación de la infalibilidad del Papa en la segunda mitad del pasado siglo. Infalibilidad hoy en cuestión dentro del catolicismo, porque no puede ser un papa el "vice-Dios", como se le llamó después del Concilio Vaticano I, en el que sólo votaron favorablemente la mitad de los obispos del mundo, y muchos historiadores dudan de su validez.Yo me considero seguidor de espléndidas tradiciones católicas, pero no clericales. Como la -tan admirada por Azaña y- Fernando de los Ríos- de nuestros teólogos del XVI -los de la libertad y el derecho de gentes-, que aceptaban al Pontífice romano con sordina, bastando para comprobarlo leer a nuestro padre Vitoria en sus Relecciones teológicas. O lo que dicen no sólo teólogos, sino el Catecismo para el pueblo de la diócesis de Nueva York, que afirma no haber nada más que dos declaraciones infalibles en 20 siglos, y éstas, referentes a dos devociones piadosas: la Inmaculada y la Asunción de María. 0 la postura que sostiene uno de los mejores teólogos católicos, el alemán H. Fries, que "Roma no debe ya exigir de Oriente sino una doctrina del Primado como la que se formuló y vivió en el primer milenio", cuando se pensaba que Roma era solamente "la primada en el amor" (san Ignacio de Antioquía), y no poseía este autoritarismo legalista que nos invade.

La Iglesia que ahora padecemos es humana, demasiado humana, y no puede convencer a nadie que reflexione serenamente. La prueba está en los últimos actos del Vaticano, sean del Sumo Pontífice o de su brazo derecho, el inquisidor Ratzinger, un germano autoritario e intemperante. El último documento salido de sus manos lo demuestra. Un documento que no es infalible y, por tanto, pueden los católicos disentir de él, en la teoría y en la práctica, como señalaron los obispos del mundo desarrollado -los suizos, franceses, belgas, austriacos, alemanes, canadienses y nórdicos- en un caso mucho más delicado: la encíclica del vacilante y temeroso Pablo VI sobre la natalidad. Y podemos con todo derecho comulgar en estos casos, según ellos, que es lo que ahora se quiere prohibir a los católicos divorciados de buena fe. Recordemos además que el 90% de los católicos de esos países no siguieron entonces al Papa.

¿Es que el sentido de la fe de los fieles, puesto en primera línea por el último concilio, no le merece ningún respeto a este jerarca que dirige el Santo Oficio, hoy enmascarado con un nombre más suave? ¿No estará pasando lo que sostenía toda la teología medieval, que quien no estaba con este sentido del pueblo creyente era un cismático, y no tenía, autoridad, aunque fuera papa, como asegura nada menos que Francisco Suárez, el filósofo y teólogo jesuita de aquel Siglo de Oro?

¿Y el sentido pastoral de] Evangelio, con su misericordia y, condescendencia, se ha olvidado después de siglos de practicarlo? El santo moralista venerable: Frassinetti sostenía, en. cambio, que el libertinaje es producto de doctrinas demasiado rígidas en. moral.

¿Y por qué se oculta que durante 10 siglos no hubo en la Iglesia para los católicos más que el matrimonio civil, que ahora se considera execrable? Y que el, papa Nicolás I condenó al clero búlgaro, que quería imponer obligatoriamente la ceremonia. eclesiástica en él.

Por otro lado, el cardenal, Sforza, encargado por san Pío V de escribir la historia del Concilio, de Trento, demostró que su decisión sobre la indisolubilidad de]. matrimonio. no era una decisión de fe; y hasta el siglo XVIII concedieron los obispos de la católica Polonia el divorcio por adulterio, hasta que lo prohibió Benedicto XIV por motivos disciplinares y no doctrinales, como ha, demostrado nuestro teólogo y, canonista seglar Torrubiano Ripoll. Lo "mismo que se nos oculta a los muchos papas que divorciaron por diversos motivos, y no sólo por adulterio, matrimonios ratos y consumados.

Por otro lado, somos muchos los que estamos de acuerdo con el que fue 10 años presidente del tribunal eclesiástico de Brooklyn, monseñor Kelleher, quien opinaba que estos tribunales se debían suprimir por los males que producen, según su experiencia y testimonio de excepción.

Yo creo que otros actos, como la insistencia de Juan Pablo II en cerrar la cuestión del celibato eclesiástico, o del sacerdocio de la mujer, hacen ver lo mismo: la Iglesia está acabando su época de legalismo, autoritarismo y tiranía, porque los mismos católicos no le hacen caso cuando el Evangelio es olvidado por los estamentos clericales.

Los errores insistentes de la Iglesia, sean doctrinales o morales, que antes se admitían a regañadientes, ahora no son de recibo,- porque estamos ya en una mayoría de edad mental los ciudadanos de nuestro mundo desarrollado. Incluso hoy nos hacen reír cosas como la prohibición de Gregorio XVI de la electricidad, el ferrocarril y la vacuna en sus Estados vaticanos. Y nos damos cuenta de que ya no se puede oponer la Biblia a la ciencia, como hicieron los teólogos aristotélicos del Vaticano en tiempo de Galileo. O desconfiamos de unos mentores morales que aceptaron castrar a los niños del coro de San Pedro para que tuvieran unas voces más argentinas, o con las dos medidas, Pío XII permitiendo anticonceptivos a las misioneras por si eran violadas, y hoy negando el preservativo a los enfermos de sida. Y de unos dicasterios romanos que exigieron a los biblistas católicos sostener a principios de este siglo que Moisés había escrito el Pentateuco, cuando sé sabía ya que no lo había hecho. O la excomunión del patriarca Cerulario, error e injusticia que duró nueve siglos y separó Oriente de Occidente; o la condenación de los ritos chinos por los difuntos, hoy aceptados después de haber alejado así del cristianismo a los complacientes confucianos. O un índice de libros prohibidos en el que estaban católicos indudables como el filósofo Descartes, evolucionistas como el profesor Odón de Buen, o el venerable Nieremberg por haber escrito una vida de san Ignacio más real que la que querían en Roma, o el precursor de la psicología actual, Huarte de San Juan y su Examen de ingenios.

¿Es éste o no es el ocaso de una Iglesia que está desfasada en nuestros tiempos? En cambio, muchos nos sentimos a gusto con esos grandes pensadores católicos como Ramon Llull y su lógica incluyente, con el ecumenismo de Nicolás de Cusa, la exégesis racional de Erasmo, y el criticismo de Vives, o el escepticismo de Francisco Sánchez; o el nihilismo de san Juan de la Cruz, la sensibilidad de fray Juan de los Ángeles, la crítica episcopal de fray Francisco de Osuna, y la revolución del pensamiento religioso del maestro Eckhart. Y hoy, con el crítico y renovador Rosmini, puesto en el índice y al que ahora quieren hacer santo; o el defensor de la conciencia, cardenal Newman, que no quiso ir al Concilio Vaticano I en el siglo pasado; o el condenado pensador dinámico y filósofo matemático Edouard leRoy; o Teilhard de Chardin, que pensaba que la teología al uso estaba todavía en el neolítico; o eI oriental Anthony de Mello con su apertura de espíritu.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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