El Madrid pierde los papeles ante el Compostela
El equipo madridista cede el liderato al igualar con el conjunto gallego en un extraño partido
La condescendencia y la angustia mataron al Madrid en un partido que fue del rosa al amarillo. Oprimido por la ansiedad, se metió en un agujero sin salida. Pocas veces como ayer se confundieron tanto los papeles. Ante la visión de un empate ante el Compostela, el equipo se trastornó y Valdano también. El técnico se dejó llevar por el deseo y la tensión en el momento de máxima intensidad. Cambió a Luis Enrique por Dubovsky, una sustitución imposible porque colocaba a cuatro extranjeros en el campo. En el estado de conmoción general, nadie le advirtió del error, ni el banquillo, ni el delegado, ni los jugadores, ni el árbitro, que permitió a Dubovsky participar en el encuentro durante dos minutos. La equivocación supuso para el Madrid una tarea aún más complicada: tuvo que afrontar los últimos minutos con 10 jugadores al retirar Valdano al delantero.Un accidente sirvió de divisioria en el partido. El Madrid, que había realizado una excelente caligrafía en los primeros minutos, perdió gas después de la lesión del árbitro titular. El traspaso de poderes al cuarto árbitro se prolongó durante ocho minutos. Es decir, se produjo una fractura considerable en el desarrollo del encuentro. El fútbol, como el cine, dispone de unas reglas muy precisas. Todo ocurre por algo, pequeños fragmentos que se suceden para dar contenido a eso que se llama un partido. Es lo que se viene a definirse como ritmo, algo que no tiene nada que ver con la velocidad, sino con esa maquinaria interior que los equipos ponen en marcha. Los ocho minutos de interrupción sirvieron para que el Madrid perdiera el hilo que había comenzado a tejer. No cedió el dominio, ni la autoridad que tenía sobre el Compostela, pero el juego comenzó a desvanecerse y la sombra de la sorpresa se agrandó hasta que el empate se hizo real. Luego se vio el sufrimiento de un equipo enredado en su propia angustia.
Hasta la lesión del árbitro, el catálogo del Madrid fue espléndido. Los jugadores tiraron de todo su repertorio para conducir el juego durante ese periodo. El gol de Amavisca sólo fue la consecuencia de lo que sucedía en el campo. El extremo madridista marcó en una jugada sencilla, pero llena de delicadeza. Martín Vázquez levantó el balón con el exterior del pie y encontró a Amavisca en el vértice del área, sin otro rival que el portero. El extremo aprovechó la acelerada salida de Iru para pasarle la pelota por encima. Nadie sospechaba entonces que ese partido, con el paso de los minutos, se iba a convertir en una tortura para el Madrid.
Aquellos momentos sirvieron para ver lo mejor del equipo blanco. Había toque, profundidad y clase. Había un sentido compacto del juego y también se advertía el gusto por los detalles. En ese clima, la presentación de Redondo tenía un tono festivo. Inmediatamente entró en la onda del equipo. Como es un jugador de carácter, exigió la pelota y la dirigió con comodidad y criterio. El público se sentía satisfecho. Aquello funcionaba.
Entonces llegó. la lesión del árbitro. Un hecho inusual que marcó el partido. Su sustituto comenzó un ritual que se hizo eterno: las botas, las medias, los cordones, el traspaso de tarjetas. Ocho minutos. Por ese agujero se perdió el Madrid. Perdió el paso del encuentro, como si le hubieran transportado a otro día, a otro campo, a un mundo diferente. Se desgastó su fútbol y se enfrió el espíritu. En la cabeza de cada uno se dio por segura la victoria, o eso pareció cuando se reanudó el partido. Entre la suficiencia y la caída de tensión, el Madrid dio el respiro que necesitaba el Compostela, uno de esos equipos que llegan a Primera para sobrevivir como sea. Es decir, conviven con el sufrimiento y aprovechan cualquier rendija para rascar los puntos.
Cuando el partido perdió definitivamente cualquier signo de desgarro, llegó el momento para el Compostela. El abandonismo del Madrid era la mejor noticia que podía recibir el equipo gallego. Ni tan siquiera le era necesario producir ocasiones. La estadística asigna un par de llegadas al área rival a cualquier equipo, incluso en sus peores días. Eso ocurrió. Ohen, un antiguo chico de la casa madridista, aprovechó la única oportunidad del Compostela y puso al Madrid contra el paredón.
Faltaba un mundo de partido, pero el Madrid reaccionó de manera histérica. Todos querían ganar el partido, pero nadie sabía cómo hacerlo. Sólo Laudrup se puso en ganador. Se tiró a la banda izquierda, donde hace daño, y se jugó varias acciones de coraje y clase. Pero no tuvo acompañamiento. Destruidos por la ansiedad, los madridistas se desmoronaron ante la irritación de la gente, que la tomó con éste y con aquel, pero sobre todo con Michel. El público, dispuesto a ver la victoria de su equipo por encima de todo, se olvidó de la historia y de las grandes tardes que ha dado el interior madridista. Pero en aquel ambiente todos se olvidaban de respetar su papel. Los jugadores se ofuscaron, el Público se encrespó y Valdano cometió el despiste de su vida. Casi lo exigía un partido que pedía una camisa de fuerza para el Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.