El tortuoso camino de Angola hacia la paz
El cansancio de la guerra y la imposibilidad de la victoria fuerzan al Gobierno y a UNITA al compromiso
ENVIADO ESPECIAL Los camiones con soldados que van al frente recorren algunas tardes el paseo marítimo de Luanda para que los habitantes de la capital no olviden que el país sigue en guerra. Son jóvenes con el fusil de asalto bien visible y la mirada todavía huérfana de horror. La guerra sigue en todo el país, aunque en Lusaka (la capital de la vecina Zambia) se hable cada vez más alto de paz. "Estamos cansados de la guerra, todos queremos vivir ya en paz", reclama Daniel Pedro, uno de los miles de vendedores que salpican las calles y avenidas de Luanda.
Las estrategias aplicadas durante casi veinte años de guerra civil parecen agotadas. Aunque el Gobierno lleva ahora la iniciativa, la victoria de una de las partes implica la aniquilación de la otra. Un precio demasiado largo y costoso de pagar.
Waku Kungo es la línea del frente al sureste de Luanda. El aeropuerto es apenas una pista y dos galpones aplastados por la artillería. El avión del Programa Mundial de Alimentación (PAM) tiene que hacer una maniobra de sacacorchos (bajar haciendo espirales) para evitar los antiaéreos de los guerrilleros de la UNITA (Unión Nacional para la Independencia Total de Angola). El piloto mete prisa a los descargadores, que pronto dan buena cuenta de los 170 sacos de maíz estadounidense, para despegar antes de que la noche se eche encima. Un funcionario local trata de convencer a Isabel Moreiras (la responsable del PAM, una ingeniera nicaragüense casada con un ingeniero angoleño al que conoció en la antigua URSS, donde estudiaban la carrera) para que le deje volar a Luanda. La cosa es urgente Pero los aviones del PAM no pueden llevar pasajeros para evitar problemas con la guerrilla si hay un aterrizaje de emergencia.
El mapa de la guerra de Angola es tan engañoso como la calma que vive Luanda. Como si las fuerzas de Jonás Savimbi, la guerrilla maoísta apoyada durante años por EE UU y África del Sur, estuviera a punto de alcanzar la victoria. Pero no es así El general Joao de Matos, jefe de las Fuerzas Armadas angoleñas, aseguró en febrero que no había "solución militar para Angola" Desde entonces, la iniciativa ha pasado claramente a las fuerzas gubernamentales, que no sólo controlan casi toda la franja costera, donde se encuentran la mayoría de las riquezas minerales del país y donde reside la mayor parte de la población, sino todas las capitales de provincia (salvo Huambo y Uige).
La guerra ha provocado un éxodo masivo hacia las ciudades Y la siembra de minas por parte de los contendientes ha convertido la tierra angoleña en un campo de muerte. Cerca de 70.000 mutilados padecen las consecuencias. Tardará mucho en volver la confianza a un pueblo mayoritariamente campesino.
La ONU fracasó estrepitosamente en Angola. Sus funcionarios lo reconocen ahora a media voz, y parece que han aprendido la lección y confían en que en Mozambique, que esta semana celebra las primeras elecciones libres, no sucederá lo mismo. Las tareas de desmovilización y concentración de tropas no fueron debidamente vigiladas antes de las elecciones de septiembre de 1992. Unos comicios que la ONU calificó de ejemplares Pero Savimbi estaba tan convencido de la victoria que la frustración de la derrota le devolvió al mato, donde 20.000 hombres esperaban la orden de volver a la batalla. Había sido apenas una tregua de 16 meses después de 17 años de guerra civil. Pronto se hicieron con casi el 75% del país. Pero tampoco se esperaban la contundente reacción del Gobierno angoleño. España tuvo que ver en ello. Los 15.000 hombres de las Fuerzas Especiales de la Policía -los famosos ninjas-, creadas en principio para el orden público y comandadas por hombres entrenados en España por la Guardia Civil, resultaron letales.
La maquinaria bélica se puso a pleno rendimiento. Y De Matos forjó unas Fuerzas Armadas angoleñas que hoy cuentan con al menos 60.000 efectivos. Angola se convirtió en 1993 en el mayor comprador de armas del África subsahariana. El petróleo y sus derivados producen buena parte de las divisas que Angola obtiene del exterior, y el 80% de su presupuesto lo emplea en sufragar la guerra. El enclave de Cabinda sigue en manos de Luanda (Soyo, la otra zona petrolífera, en manos de UNITA, permanece inactiva) y las compañías estadounidenses que lo explotan nunca han tenido demasiados problemas con el tinte político del Gobierno angoleño. A pesar del embargo internacional dictado contra UNITA, las armas y municiones han seguido llegando a los guerrilleros. Tras la tregua electoral, la guerra se convirtió en una estrategia de aniquilación. Hasta mil muertos diarios, por las balas, las minas, el cólera (que se ha desatado en algunas provincias) y el hambre.
Si hay que buscar un símbolo del desastre, Kuito tiene todos los números. Capital de la central provincia de Bié, Kuito tenía una población de cerca de 100.000 personas. Hoy tal vez sean cerca de 250.000 las almas que buscaron refugio ante el avance de la guerrilla, pero su techo es el cielo de África. El Ejército angoleño se hizo con la plaza, pero el coste ha sido brutal. A Kuito la llaman ahora en Angola la Stalingrado africana; otros, que pasaron por Yugoslavia, la Vukovar del hemisferio sur. La aviación angoleña y la artillería pesada de UNITA se encargaron de no dejar piedra sobre piedra, de machacar cada casa, cada escuela, cada tejado, cada pared. Las Fuerzas Armadas angoleñas, las herederas del Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), que luchó contra los colonos portugueses y padeció en carne propia las bombas de fósforo y de napalm y la crueldad de los mercenarios surafricanos, no ha tenido escrúpulos en aprender que la guerra es la guerra. Ahora emplea contra UNITA, como hizo en Kuito, bombas de fósforo y de napalm.
La misma compañía, surafricana que alquilaba hombres a UNITA los alquila ahora al Gobierno angoleño. Quince mil dólares al mes. Guerra es guerra, se decía en tiempos de la lucha contra el portugués. En su territorio, las fuerzas de UNITA tampoco se han dedicado a practicar el humanismo: disidentes y desertores son pasados por las armas, y sospechosos de brujería -niños incluidos-, arrojados a la hoguera. Guerra es guerra.
Ahora, desde Lusaka, las voces de la paz empiezan a sonar de nuevo. Las fuerzas de Savimbi han perdido buena parte de la provincia de Lunda Norte, rica en diamantes que le permitían alimentar su esfuerzo bélico gracias a la complicidad de Zaire, que siempre ha visto con malos ojos al Gobierno marxista o democrático de Luanda. Pero el propio Savimbi, que lleva meses ausente de la escena pública, reconoció que "es imposible la victoria militar total, por parte de uno u otro campo".
La calma en la capital, mientras tanto, es aparente. El almirante de la flota no se fía. Acaba de llegar un navío de carga con una partida de grúas eléctricas (de dudosa utilidad para un puerto que carece de fuentes de potencia suficiente para hacerlas avanzar) y excavadoras. El almirante teme "una incursión enemiga", y por eso ha ordenado que de vez en cuando sus hombres siembren de bombas de mano los alrededores del navío. Una granada estalla tan cerca que está a punto de abrir una vía de agua en el casco del carguero. Pero el almirante no se inmuta. "Os problemas son muitos". Sus hombres apenas comen, y cada dos días hay disputas a la hora del rancho. El que se queda atrás se pierde su ración. La guerra transcurre lejos de Luanda (en la capital apenas duró tres días de octubre, en 1992, y en los combates cayeron varios mandos de UNITA), pero las decenas de miles de desplazados que se han instalado en la ciudad son un recordatorio perpetuo de que la paz no ha llegado. Angola, la antigua joya del imperio portugués, es un país aniquilado y sumido en el olvido. Y, de momento, la guerra sigue siendo guerra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.