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Una herencia sagrada

Los últimos años de este final de siglo y de milenio se están caracterizando por la aparición de señales que, tal vez por inesperadas, son la causa del clima de general desconcierto y desconfianza ante el futuro en que la humanidad comienza a desenvolverse, en una situación histórica completamente nueva. El diagnóstico, ampliamente compartido, es tanto más grave cuanto que afecta de manera especial a las clases dirigentes que secularmente vienen rigiendo el destino colectivo, y que ahora se nos presentan como superadas por la propia obra de sus manos y víctimas de una tremenda orfandad. Ante ello piensan algunos que, una vez olvidadas las viejas utopías, hoy al menos cabe esperar que los líderes encuentren en el pragmatismo la guía de sus decisiones y en que éste se rija por un conocimiento y una aceptación cada vez mayores de las realidades del hombre.Los cambios vertiginosos a los que está sometida la sociedad añaden el peligro de concentrar el esfuerzo en los problemas meramente circunstanciales y cotidianos, olvidando cuestiones aparentemente menos urgentes que, sin embargo, están en la raíz de aquéllos, con lo que los remedios resultan parciales o sólo momentáneos. La exclusividad o primacía de lo político -y más aún de lo económico- tergiversa la jerarquía de las realidades humanas de las que hablábamos y nos pone en peligro de desarmarnos ante el complejo mundo que nos rodea. Sin duda que para afrontar el futuro con garantías habrá que solucionar cuantas cuestiones de esos órdenes lo requieran, pero es una antigua convicción que comparto el que en el principio deba estar el conocimiento de sí mismo, es decir, resuelto el problema de la propia identidad. Y si la sentencia socrática es verdad para los hombres considerados individualmente, lo es también y con mayor razón para los pueblos.

Recuerdo haber leído en boca de uno de los personajes de Paul Bowles en El cielo protector la afirmación de que España es un país de judíos que, como en todas partes, gobiernan entre bastidores, pero con la diferencia de que aquí nunca reconocerán que lo son. Referida a la lengua, literatura, arte, folclore, toponimia... o costumbres y gastronomía, el reconocimiento de esta presencia hebrea en España -que lo impregna todo hasta la médula- es fácil encontrarlo en muchos otros autores extranjeros que nos han visitado. Pues bien, esta contradicción entre lo que los demás nos descubren con tanta facilidad y lo que aquí no se conoce o no se quiere reconocer es la que considero especialmente importante resolver para afrontar el siglo XXI en sintonía con lo que se considera el signo de los tiempos. Y es que, además, entre las mismas causas que han provocado lo que podría llamarse la cuestión judía española -y que han provocado el oscurecimiento de su aportación a nuestra historia y el alejamiento de los sefardíes- se encuentra un problema que trasciende lo nacional, constituyendo la verdadera tragedia de nuestro tiempo, que -como todo el mundo sabe- afecta singularmente a lo más humilde y fiel del pueblo de Israel.

Fue nada menos que Karl Marx quien distinguió entre un alto y un bajo judaísmo, distinción imprescindible para comprender el curso de la historia. En su obra más representativa, las conocidas Tesis sobre Feuerbach -de las que Engels dijo que "exponen de una manera genial la nueva visión del mundo"-, acusa de "bajamente judaico" al ingenuo materialismo de Feuerach. Su pensamiento lo idenificará con la negación teórica de la realidad que supone el idealismo hegeliano, al que añade -en eso consistirá su principal seña de identidad- la necesidad de la acción, es decir, de una "praxis" -especialmente política y social- modificadora de las realidades humanas. Es muy conocida en este sentido la frase final de las Tesis: "Los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, lo que hay que hacer ahora es transformarlo". En qué consista o cuál sea la intención de ese alto judaísmo desde el que se elabora la ideología más perturbadora de la edad contemporánea lo desvela el propio autor en la obra citada: "Cuando se ha descubierto que el secreto de la familia celestial es la familia terrenal, hay que destruir primero a ésta en la teoría y en la práctica". Lo que no quiere decir otra cosa sino que la razón última de ese alto judaísmo es de naturaleza teológica, o dicho de otra forma, que el marxismo, como otras ideologías ficticias antiguas y modernas -por ejemplo, el nazismo-, como demuestra precisamente Norman Cohn no son otra cosa que teologías negativas.

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Lo que he designado como ideologías ficticias naturalmente exigen un espacio más amplio que el de estas líneas, que sólo pretenden insinuar su origen y naturaleza. Importa aquí anotar que existe una posición altamente judaica caracterizada por la posesión de conocimientos -los secretos de que habla Marx- referidos a la naturaleza y a la historia y utilizados primeramente en perjuicio de su propia raza, víctima de un continuo holocausto. Fue de ese judaísmo precisamente del que renegó un descendiente del rey David con palabras tan válidas hoy como ayer ante sentencias semejantes a las pronunciadas por el filósofo judío alemán: "Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre". A quienes entonces se lo decía -conviene notarlo para no equivocar a nadie- le acusaban de loco y endemoniado, y proclamaban en público ser hijos de Dios y descendientes de Abraham.

La importancia que atribuyo a la recuperación de nuestras señas judías de identidad se justifica no sólo porque éstas sean esenciales al conjunto de la cultura española, sino a que trascienden el ámbito de lo cultural o histórico y afectan a la misma realidad sociopolítica española actual. Y no sólo me refiero con ello a que en el problema estén involucrados esos miles de judíos oriundos de España -los sefardíes- a los que Alfonso XIII llamaba "hijos perdidos de España", hoy dispersos por el mundo y todavía a la espera de que la Sefarad de las promesas les abra las puertas de sus casas en Toledo, Valencia o Zamora. Lo más importante de la cuestión judeo-española, aquello de cuya solución depende en parte el futuro, es lo que protagonizan esos cientos de familias hebraicas que no sufrieron la expulsión -y están ahora confundidas con las que pasan por más nobles- y que, ocultando su identidad y renunciando a su auténtico ser, en un proceso de siglos han venido acrecentando su poder y construyendo una historia de sombras desde ese alto judaísmo sin patria que lideran.

No son fáciles estos tiempos ni lo será el futuro para nuestra común y querida Sefarad. Para la causa sefardí no han sido capaces de encontrar soluciones después de más de quinientos años en los que se ha atravesado por tan diversas circunstancias políticas. Tan sólo iniciativas particulares -sin eco en un poder acomplejado o de mero testimonio- han encontrado como respuesta quienes, durante estos cinco siglos, han contestado con ejemplar tesón a los que no quisieron considerarles españoles.

Hoy, agotándose las últimas fuerzas con las que mantener el legado de su patria añorada, están amenazados de desaparecer los últimos vestigios del recuerdo español sin haber alcanzado una justa y para todos necesaria reparación histórica. Y en cuanto a los "otros judíos", ¿qué esperar? Sólo la actitud individual de quienes, eligiendo el camino del sacrificio personal, conscientes del verdadero sentido de su herencia, se niegan a cualquier forma de complicidad con esa trama inhumana desde la fidelidad a su pueblo y a la misión para la que éste fue escogido. Una fidelidad sólo auténtica si encuentra en Dios -y sólo en Él- su fundamento. Y, sin embargo, el futuro depende de esa herencia sagrada.

Javier Polavieja es escritor, miembro de la Comisión Gestora de la Fundación Sefarad.

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