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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Droga: debate abierto

ALGUNOS POLITICOS y responsables públicos tienen a veces la lucidez y el coraje de plantear públicamente dudas razonables sobre la efectividad de la vía represiva para resolver el problema de la droga. Pero la mayoría prefiere no remover el tema, seguir aferrados a un prohibicionismo a ultranza que no ha resuelto nada y hace el agosto de los narcotraficantes, y sacar los máximos réditos electorales a un problema socialmente tan manipulable y controvertido como es la droga.A primera vista, puede parecer que quienes se arriesgan a decir públicamente que el debate de la droga sigue abierto -hay que estar ciegos para no ver que la actual política represiva no lo cierra en absoluto- son voces que claman en el desierto. Tal es el espeso silencio oficial con que se acoge ese tipo de propuestas o, por el contrarió, el desprecio ignorante con que se despacha desde determinadas tribunas. Pero la recurrencia del tema -a pesar de los intentos por acallar o desacreditar el debate- muestra que tales voces son fiel reflejo de una sólida, permanente y nada despreciable opinión que pugna por un tratamiento distinto y más matizado de un problema que no sólo no se resuelve, sino se agrava.

En España, el delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, Carlos López Riaño, se ha hecho portavoz de esa atendible y fundada opinión al proponer un debate público, en la sociedad y en el Parlamento, sobre la legalización del hachís. Y el líder del Partido Popular, Jose María Aznar, se ha puesto inmeditamente a la cabeza de quienes prefieren que las cosas sigan como están y consideran una broma cualquier intento de reabrir el debate sobre las contradicciones de la política represiva contra la droga. Aznar tiene razón al afirmar que no existen drogas buenas y malas y que todas son nocivas. Nadie lo discute. Pero unas lo son más que otras. De ahí que tenga sentido su clasificación en duras y blandas y la distinción entre las que causan grave daño a la salud y las que no, según los baremos de peligrosidad elaborados por la Comisión de Estupefacientes de la ONU. ¿Sería coherente, pues, un tratamiento penal indiferenciado para quien trafica con hachís o con cocaína, como parecen reclamar quienes combaten tal distinción?

El debate propuesto por López Riaño sobre la legalización del hachís -una droga de las consideradas blandas, tan nociva como el tabaco y el alcohol- podría servir, entre otras cosas, para destruir tabúes y deshacer malentendidos en una cuestión tan propicia a ellos como el de la droga. Es decir, para situar el problema en unas coordenadas de racionalidad y de realismo que ofrezcan soluciones más efectivas que las ilusorias que proponen las políticas basadas en la represión. Países como Suecia o Dinamarca se mueven ya, con toda la prudencia exigible, en esa dirección. Y en la misma línea hay que situar declaraciones de gentes tan poco sospechosas como la máxima autoridad sanitaria de EE UU, Joycelyn Elders, o el economista Milton Friedman, señalando el terrible efecto criminógeno de la represión legal indiscriminada de las drogas.

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La potencialidad delictiva de la droga no es el único argumento, ni seguramente el más importante, que haría aconsejable el replanteamiento de su prohibición. Algo deberían hacer los políticos -más allá de rasgarse las vestiduras ante las alternativas despenalizadoras o legalizadoras- para evitar que el 60% de los delitos violentos estén relacionados con la drogadicción, como sucede en EE UU, o que el 44% de los reclusos tengan que ver con problemas de la droga, como sucede en España. No abrir el imprescindible debate propuesto ahora por el delegado del Plan Nacional sobre Drogas, y que reclaman también otros responsables públicos en diversos países, equivale a seguir con los ojos cerrados ante una realidad marcada por el aumento de la criminalidad, el creciente censo de los adictos, las muertes por adulteración y la consolidación de un inmenso poder mafioso que lleva la muerte y la desolación a la sociedad, que desafía a los Estados y corrompe sus instituciones.

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