Sujetando a la escultora
Sucedió en Madrid que murió esta gran escultora y tiempo después se le hizo un gran homenaje. En las primeras filas, siempre dentro del foco de las cámaras, los representantes culturales del barrio, el municipio, la provincia, la autonomía, la patria, el idioma, el museo y el continente. Aquí conviene decir que la escultora había sido toda su vida una vanguardista furiosa, lo que le costó marginalidad, exilio, amnesia, algún que otro premio al regreso, para aliviar conciencias, y de nuevo olvido hasta el día de su muerte previsible, cuando se convirtió en objeto de especulación necrológica y sus obras polvorientas se revalorizaron en el mercado del arte: no mucho. No era una mujer demasiado fotogénica y lo mejor que tenía era la inteligencia y la cólera en los ojos, virtudes que no todo el mundo aprecia.Todos esos prohombres tenían por qué estar ahí: el día de la muerte el barrio había propuesto una placa en una esquina, el alcalde el nombre, de una biblioteca, la región había colgado el pendón en una de sus esculturas, el idioma reivindicaba en ella la prueba de su modernidad, el museo se relamía por fin con su definitiva venganza, y la patria... la patria ya estaba cincelando su nombre en la lista nacional de artistas: la que aprenden los niños de carrerilla junto a la de los reyes godos y la de los ríos de España, que pronto serán tres, el Ebro, el Tajo y el Guadalquivir (supongo) si seguimos con las simplificaciones de los planes de estudio. En cuanto a los representantes del continente, esto es, el cuerpo diplomático, cumplía estupendamente con una de sus misiones: reconocer y saludar el talento cuando se encuentra en lápidas, diplomas y monumentos bajo la lluvia.
Pero ya vamos por la mitad de este artículo y sólo en la segunda fila del gran homenaje: allí estaban los hijos, no atreviéndose a pensar qué habría dicho ella de todo aquello -miraban hacia el suelo, como en los funerales-, y los nietos, preguntándose en qué incidiría aquello en el legado.
Sí, ya sé que derivamos hacia el drama de costumbres, pero ése era su mérito: venían a ser como las fotos de la época a la salida de misa el domingo por la mañana. Seguía una platea con la gente del gremio, el de los artistas, que como se sabe está compuesto por marchantes, galeristas, agentes, coleccionistas, ministros, museólogos y expertos, que son, todos ellos, los que establecen qué es lo que está bien y qué mal, qué es arte y qué no, qué tiene que subir y cuándo bajar, en función de sabidurías y ceremonias consagradas por el tiempo y contrastadas por la experiencia de una cultura milenaria. (Qué bien suena).
Por estar estaban hasta los dos o tres testigos todavía vivos de aquel tiempo en que los artistas meaban literalmente en los muros de las Academias y dedicaban la mitad de su talento y tres cuartos de su energía, corno mínimo, a burlar las tentaciones de San Antonio, que para los artistas son tres (como los ríos de España): la Inmortalidad, el Oro del Becerro y la Comunicación-con-el-Público. Pero esos testigos, ya cansados, cierto, se agobiaban preguntándose qué puesto ocuparía la gran escultora en las enciclopedias y cuánto espacio les dejaría a ellos: Pues parecía que cada ditirambo les acercaba a la nota a pie de página, que es el infierno de los artistas sucumbidos a la tentación de la Gloria.
Y después, al fondo, más allá de la frontera acústica donde se escuchan los discursos, en el vestíbulo, toda esa difusa tropa de los satélites del arte, los que damos vueltas en torno sin acercamos nunca al centro del invento, los que miramos por el ojo de la cerradura, los especialistas en quién sube y quién baja pero nunca en quién vale, los cazadores de canapés (los hay profesionales y también tan sólo hambrientos), los veteranos, los que nos saludamos con cansancio y charlamos con ironía, los oportunistas, en fin, el patio.
Mientras tanto, en algún lugar de Madrid que de momento desconozco pero que no era ése, seguro que había algún joven artista, o viejo, creando una obra que reconstruyera el mundo y le permitiera seguir viviendo. Siempre los ha habido y, menos mal, casi siempre en silencio y en la sombra, pues ésa es su condición.
Hasta que alguien decide petrificarlos en estatua. De algún modo hay que controlarlos.
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