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Europa en ciernes

En pleno corazón de Europa, el 12 de junio, me llegaba a través de algún satélite el significado inmediato de la noche electoral europea: esa vez, los conservadores batían claramente a González. A la espera de los avatares de la gobernación, un cierto espíritu minucioso que padezco me lleva a recontar cosas. Estaría bien, por de pronto, que remitiera en España la gran oleada extrajudicial de la caza y captura del corrupto. Esa ola de mal ambiente se manifiesta tan atávica, inquisitorial y oscura como la corrupción misma. Ya bastó. Frente al escándalo es preciso distiguir dos líneas de opinión muy claras: una crítica estricta del Gobierno y otra que sólo pretendió, siempre mediante su semántica denigratoria (felipismo, régimen), el simple acoso y derribo de ese Gobierno.Pero si las buenas gentes se escandalizan con razón de los escándalos, lo cierto es que quienes los han magnificado no se escandalizan en absoluto, sino que los utilizan. Es sabido que, desde que aquel holandés errante Strauss y su socio Perlo inventaron en 1934 el juego de la ruleta eléctrica y armaron un lío muy gordo de tráfico de influencias, hay nombre oficial para el escándalo político en España: el estraperlo. Menos estraperlistas, por favor, pero también menos fariseos, puesto que allí donde exista una sociedad abierta -una que sólo sueñe con la Edad de Oro en términos literarios- habrá escándalos y estraperlos, pero habrá también justicia que los persiga. Estas cosas conviene repetirlas mucho porque dichas están, entre otros, por Carlos Castilla del Pino ya en 1987 (en su importante artículo Democracia y corrupción). No hay que confundir la velocidad con el tocino, ni el periodismo de investigación con la tentación amarilla, ni los prófugos famosos con los tránsfugas ansiosos. A ver si resulta que van a enseñarnos la línea correcta los cuatro encizañadores del ambiente que van a sentar plaza de intelectuales con semejante bagaje teórico. Así que paciencia y a barajar. Volvamos los ojos a Europa.

El principal motivo de la unidad europea no lo satisface SME, su majestad del ecu, por más que el Sistema Monetario Europeo sea muy conveniente. De lo que se trata es de anudar entre todos una unión dentro de la diversidad que esté presente en el mundo como potencia mediadora, filantrópica y creativa. Que la meta sean unos Estados Unidos de Europa, como se ha dicho a veces, no es seguro. La realidad histórica que ese título evoca ya está inventada, pero mucho me temo que la complejidad y la articulación de las diversas instancias implicadas en la vieja Europa no quepan en ningún tipo de Estado hasta ahora conocido.

Los escépticos consideran demasiado borrosa la realidad europea como para sostener un Parlamento efectivo y eficaz. Eso es algo que irá viéndose, pero en cualquier caso es cierto que Europa ha de poseer una apertura especial, puesto que su tendencia integradora no se detiene. Véase si no el significativo caso suizo. También el 12 de junio votaba la Confederación Helvética tres propuestas: la creación de un cuerpo de cascos azules suizos, el añadido a la Constitución de un artículo en defensa de la cultura, la mayor cobertura de la naturalización de los extranjeros. A la noche, al mismo tiempo que llegaba la noticia del feliz sí a la Europa unida de la vecina Austria, se sabían los resultados de la consulta: como de costumbre, los cantones latinos con Ginebra a la cabeza votaban que sí a las reformas y los cantones germanos decían que nones. Pero Estrasburgo queda a 200 kilómetros al norte. No es una sorpresa que comiencen a proliferar por docenas los comités helvéticos que se declaran europeístas y que prefieren concluir ya el tradicional aislamiento de la sociedad suiza aun a costa de hacer peligrar su envidiable equilibrio.

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En buena geopolítica, Europa es, al fin y al cabo, el fragmentado extremo atlántico de todo un continente. No sabemos hasta dónde llegará la idea de Europa ahora que los ideales de sociedad democrática y de régimen socioeconómico nos son, en teoría, también comunes hacia el Este. Se dirá que eso es postular más allá de lo que la prudencia aconseja cuando ni siquiera somos capaces de detener una guerra tan localizada y caprichosa como la que acontece a nuestros pies, para nuestra vergüenza, en la antigua Yugoslavia. Pero esa guerra étnico-ideológica es justo el ejemplo que lo que se trata de dejar atrás para siempre con la Europa del siglo XXI. He ahí una violencia en estado puro, causada por la descomposición de una clase dirigente sin que medie siquiera causa económica (como no sea el reparto de algunos despojos). Cualquier explicación maquiavélica del conflicto no se acercará un ápice a la clásica verdad del asunto: que hay agresores muy claros a los que resulta difícil disuadir, incluso con una diplomacia mundial refinada y tesonera.

En Europa, y en todas partes, es preciso seguir aprendiendo de la historia de la violencia y de la violencia de la historia. Parece que el nombre de la ciudad de Maastricht o Mastrique -emblema aún del proyecto europeo- viene del latín Traiectum ad Mossam. Ese paso del río Mosa vino a ser desde el siglo XVI uno de los puntos de más intenso comercio y de más segura creación de riqueza de toda Europa. Corría el año de 1576. Al otro lado del río, los tercios de Flandes, al servicio del imperio católico, andaban revueltos. Las tropas no cobraban desde hacía varios meses debido a la última bancarrota de Felipe II: Pero esas cuitas financieras no importaron mucho a los tercios imperiales, que, viéndose además sin jefe por la repentina muerte de Luis de Recasens, entraron por su cuenta y riesgo en Amberes, la saquearon a fondo y mataron a 7.000 personas. Más tarde se hace cargo de la situación militar Alejandro Farnesio, un individuo dotado de la rara cualidad de ser bisnieto de un papa (el Borgia Paulo III) y nieto del mismísimo Carlos V. Pero los suefios católicos se estrellarían también esta vez contra un mundo en el que a nosotros nos tocaba, en cierto modo, el papel de malos. Cuando Felipe II confía en hacer pasar el canal de la Mancha a sus Ejércitos para que acudan en apoyo de la Gran Armada (1588), los protestantes se resisten, y Farnesio, en posición muy precaria, no puede embarcar sus fuerzas contra la pérfida Albión. La modernidad respira aliviada y muchos de nosotros con ella.

A pesar del pasado imperial es notable lo poco que nos preocupa hoy la cesión de soberanía al Parlamento de Estrasburgo. Tal vez demasiado poco. Y es que España, como país, se ha ido convirtiendo en uno de los menos nacionalistas de Europa. Las inercias atávicas son muy fuertes entre nosotros, pero la identificación. del ciudadano medio con su pasado histórico es seguramente mayor entre los británicos o los franceses. Ellos tienen un patrimonio de formas políticas y culturales que han sido modelos de modernidad. Nosotros en ese aspecto tenemos más futuro que pasado. Nos hemos deshecho de los demonios familiares que hacían del nacionalismo españolista germen constante de actitudes reaccionarias,: y hemos redistribuido la carga simbólica del sentimiento patriótico entre el orgullo democrático y esa peculiar vivencia plurinacional que sorprende y admira con frecuencia a nuestros vecinos. Así que, fortalecida la Europa común con nuestro voto y con nuestra esperanza, cumple retornar a los asuntos domésticos.

Lluís Álvarez es escritor y profesor de Estética en la Universidad de Oviedo.

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