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Eucaristía entre rejas

Una misa rociera lleva un escaso colorido a la sórdida vida de la cárcel de Carabanchel

Octavio Cabezas

Era la primera vez que se hacía algo así: una misa en el patio de la cárcel de Carabanchel con reclusos de las seis galerías. Y además rociera, con cantos, palmas y faralaes en vez de coros gregorianos. El motivo, la fiesta de la Virgen de la Merced, patrona de los presos. Los 15 rocieros actuantes, los sacerdotes oficiantes y las instituciones presentes (el alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano; el director de la prisión, José Antonio Moreta y varias activistas de la organización benéfica Horizontes Abiertos) parecían pasárselo bien. Y eso que se habían desayunado, a la entrada del recinto, con una ración de dureza carcelaria: una mujer, toda lloros, se había echado encima del primer edil mientras le pedía que hiciese algo por su marido.Entre los principales protagonistas -los casi 500 reclusos desperdigados por el patio-, división de opiniones: un tercio, aproximadamente, seguían los oficios con más o menos interés; el resto, deambulaba, charlaba o, simplemente, miraba al cielo por encima de las rejas. "Están portándose mejor de lo que esperábámos", comentaba uno de los 12 funcionarios vigilantes.

Muchos presos no ocultaban su indignación con la ceremonia. "Esto es una pantomima", mascullaba Leopoldo Iglesias Vilorta, de 47 años, en prisión desde hace nueve años por un delito de homicidio, "el escenario y los trajes quedan muy bonitos, pero esta tarde todo volverá a la normalidad: hacinamiento, droga, sida, falta de actividades, falta de enfermeros los fines de semana". "Yo soy diabético", continuaba, "y me hacen comer la comida general. No quiero ni pensar lo que me pasaría si me da un coma. Eso es lo que hay que decir de la cárcel y no fiestas ni chorradas".

Otros narraban penas similares. Como Federico Alonso Canalejas, de 32 años, que sufre de insuficiencia renal y necesita dializarse [limpiarse la sangre] día sí y día no. "En cinco meses que llevo dentro, he agotado todas las instancias para que me concedan el tercer grado y nada", protestaba. "Cada vez que voy a la diálisis, me llevan y me traen en furgón porque ya no tenemos ni ambulancias, y acabo hecho polvo" contaba mientras enseñaba sus brazos: una mezcla casi viscosa de costras, jeringazos y tatuajes.

Ajeno a los dramas, el jesuita Jaime Garralda, jefe de capellanes de prisión de Madrid, oficiaba el rito con vehemencia Y pedía agradecimiento "para toda esa gente de fuera que quiere que los presos sean personas normales". Al final, pidió un aplauso para el alcalde, el director del centro y Dios. Éste último fue el más aplaudido.

Los menos se los llevó Moreta, que no parecía gozar de muchas simpatías entre los reclusos. En eso no coincidían con el padre Garralda, que, antes del inicio de la ceremonia, parecía el relaciones públicas del director. "Los tiene cuadrados", manifestaba, tajante. "Está haciendo una labor muy meritoria, como no se hace en ninguna otra prisión española, para normalizar en lo posible la vida carcelaria". "Pues yo sigo viendo 11 o 12 tíos por chabolo en el Bronx [zona de la sexta galería]", espetaba al respecto un chaval que no quiso dar su nombre.

El padre Garralda, además de sus labores sacerdotales, es el principal impulsor, desde hace 15 años, de la asociación Horizontes Abiertos, dedicada a ayudar a los reclusos. "Y también a proporcionar acogida y trabajo a los que salen", matizaba ayer María Matos, una de las activistas de la asociación presentes en la misa.

Su vestimenta pija -y la de sus acompañantes, entre las que se encontraba Cari Lapique, esposa de Carlos Goyanes y famosa en las revistas del corazón- contrastaba sobremanera con las pintas, a veces temibles, de la mayoría de los presos. Mechas, sortijas y vaqueros ceñidos frente a tatuajes, cicatrices y dientes rotos. Unos dentro y otros fuera.

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