Francia en el diván
El espectro de Vichy y los crecientes escándalos de corrupción sumen al país en la perplejidad y la crisis
Los prolegómenos de una elección presidencial suelen ser en Francia agitados. Pocas veces tanto, sin embargo, como los presentes. De repente, los franceses han sabido que su presidente de izquierdas, François Mitterrand, procedía de la ultraderecha y veía con benevolencia el siniestro régimen de Vichy (1940-1944); y que la corrupción no era patrimonio de los nuevos ricos socialistas, sino que impregnaba todos los ámbitos, incluyendo a ministros conservadores y a grandes empresarios. La sensación generalizada es de perplejidad y de crisis. Francia está como acostada en un diván de psicoanálisis. Y sólo Edouard Balladur, el primer ministro, parece inspirarle confianza.Las revelaciones de Mitterrand sobre su propio pasado han cortado la respiración al país, y muy especialmente a la izquierda. No porque se ignorara todo, ya que eran bien conocidos sus orígenes católicos y conservadores y su puesto de funcionario en el régimen de Vichy, sino por la comprensión que ha mostrado hacia la más negra etapa de la Francia moderna y por el reconocimiento de su larguísima amistad con un hombre como René Bousquet, responsable de la entrega de miles de judíos.
El presidente agoniza y, contra su costumbre, parece hablar con sinceridad. Mitterrand viene a decir que el régimen del mariscal Pétain, los años en que bajo la sombra ominosa de la francisque (el hacha de doble filo, equivalente al yugo y las flechas franquistas o a la esvástica nazi) se colaboró con el invasor y resurgió la Francia ultraconservadora y antisemita del affaire Dreyfuss, forman parte de la historia común. Y se pone a sí mismo como ejemplo.
Por algo se ocupó de que no faltaran nunca flores en la tumba de Philippe Pétain, intentó que no se juzgara a René Bousquet (a quien un Perturbado asesinó cuando iba a comenzar su proceso) y defendió la "reconciliación nacional". Mitterrand se presenta como síntesis de las dos Francias, la blanca, heredera del monarquismo, la contrarrevolución y el petainismo, y la tricolor, ilustrada y liberal, en cierto modo gaullista. Probablemente ha querido contar su historia a su manera, antes de que la contaran otros.
¿En qué pudeden confíar los franceses, cuando hasta el presidente de la República les hacen quiebro y decenas de grandes industriales, prohombres de la paja, son encausaos por corrupón? Parece que sólo en Balladur. La voz melíflua del primer minisro sigue sedando a esa Francia tumbada en el diván, bloqueada según unos, desorientada según otros. La fe en Balladur sigue incólume, si las encuestas no yerran. Balladur, un hombre de orígenes y modales blancos en un partido, el gaullista, rabiosamente tricolor, se erige en silencio en el. sucesor natural de Mitterrand.
Sólo Balladur puede, cuando la corrupción vuelve a estar en boca de todos y no hay día sin un nuevo, caso, anunciar la creación de una simple comisión para "poner fin a este clima [la apariencia de corrupción generalizada] que no es bueno para la democracia, para la economía y para las empresas francesas", y ser creído todavía. Aunque sus rivales en el gaullismo, los partidarios de Jacques Chirac, se refieran al Gobierno de Balladur como "el banquillo de los acusados". El sarcasmo chiraquiano tiene base: el ministro de Comunicación, Alain. Carignon, dimitió en julio para hacer frente a un procesamiento, y el ministro de Inustria, Gérard Longuet, tiene al implacable juez Renaud van uymbeke amaado al tobillo.
Tanto en el gaullismo como en la coalición giscardiana UDF, muy bien avenida con Baladur, hay decenas de dirigentes regionales procecados por corrupción. Entre los empresarios procesados hay también amigos personales y excompañeros de trabajo del primer ministro. Pero nada salpica, de momento, a Balladur.
Un 65% de los franceses desea, según los sondeos, una operación manos limpias a la italiana, y la ultraderecha se desgañita clamando contra el presunto "régimen de los corruptos". Se avecina un largo proceso por complicidad en envenenamiento contra un ex primer ministro socialista, Laurent Fabius, y dos ex ministros del mismo partido, a causa del uso de sangre contaminada por el virus del sida, algo que no beneficiará electoralmente a la izquierda y contribuirá a difundir la impresión de que el Estado, el viejo orgullo francés, ya no es tan de fiar como solía.
La autoamnistía para los delitos económicos de la clase política, aprobada por la Asamblea Nacional en 1989, cuando los socialistas empezaban a hundirse en un cenagal de fraudes y tráficos de influencias, ha acabado volviéndose en contra de sus presuntos beneficiarios. Los jueces tienen ahora la iniciativa y una preocupante celebridad: Van Ruyinbeque, Pierre, Rolland, Courroye, Philippon, son apellidos más famosos que los de muchos ministros. Y, según un editorial de Le Monde, "la fiesta negra no ha hecho sino comenzar". Es posible que el propio Mitterrand tenga que enfrentarse, en sus últimos días, a unas cuantas preguntas públicas sobre el origen de su notable fortuna personal. Casi nadie quiso hacerlas en voz alta cuando el presidente era aún todopoderoso.
Que los franceses no están dé buen ánimo se refleja en un dato singular: se han convertido en los mayores consumidores mundiales de somníferos, antidepresivos y tranquilizantes, con un gasto anual de 3.500 millones de francos, unos 85.000 millones de pesetas.
Pero ahí está Balladur con su corbata de doble nudo y su traje inglés, el Estado en persona, para decirles que nada es tan grave como parece, que la economía francesa se recupera (cierto), que el desempleo empieza a disminuir (relativamente cierto) y que sólo hace falta un poco de confianza. Si las cosas no dan un vuelco en los próximos siete meses, la Francia del diván se echará en brazos del presidente Balladur.
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