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Reportaje:

Retablo al minuto

El mercado de Maravillas, junto a los Cuatro Caminos, es un funcional edificio racionalista, obra de Pedro Muguruza, fechada en 1942, respuesta atrasada, por malhadadas coyunturas históricas, a un plan de 1929 en el que, por razones de mejor abastecimiento y mayor higiene y control, se diseñaron otros mercados madrileños. De traza sencilla y gran capacidad, el mercado de Maravillas fue y sigue siendo una plaza, por antonomasia, muy concurrida y utilitaria que responde a las necesidades de un barrio castizo y popular. Aproximadamente trescientos puestos se reparten la variada oferta de frutas, verduras, carnes y pescados, especias y salazones, conservas y cuantas materias son necesarias para abastecer las mesas de los consumidores.El mercado conserva su apariencia tradicional pese a las remodelaciones, rótulos luminosos, falsos mármoles y cámaras y vitrinas frigoríficas. La Boutique de la Patata y la mantequería La Verdad, por ejemplo, relucen bajo los fluorescentes, no hay rincones oscuros y la asepsia casi ha borrado los tradicionales olores del mercado. Hay que acercarse mucho a las pescaderías para impregnarse del penetrante y oceánico aroma de las criaturas marinas que fueron peces y hoy son pescados: gallos, brecas, lenguados y sardinas, gambas, carabineros y cangrejos de río, vivitos y coleando, que pugnan por salir de su encierro y vivir su última aventura terrestre en un medio hostil. Los cangrejos siguen llamando la atención de los niños que acompañan a sus madres a hacer la plaza, son los únicos seres vivos entre la inanimada oferta gastronómica. No han cambiado mucho los usos del mercado. Jesús Martín, carnicero, 35 años de servicio en Maravillas, afirma que las mujeres siguen dominando por amplia mayoría en la clientela; los hombres, dice Jesús que nos acompaña como guía en esta excursión doméstica, son más tímidos y prefieren comprar en el anonimato de los supermercados y las grandes superficies, poco duchos en el toma y daca dialéctico con el comerciante un viejo arte que resiste el paso del tiempo con su inmutable retórica: "A ver qué me vas a poner hoy, Juanito, que los filetes que me llevé ayer... "; "¿a cuánto van hoy las gambas? ¡Qué barbaridad!"; ',... pura mantequilla... le pongo medio kilo y mañana me dice..."; "ni hablar... no me pongas tanto gordo...". Allí va la rodajita de chorizo para que la pruebe el niño, degustación gratuita, se culares e inofensivas artimañas para conservar la clientela. Un piropo a la niña que mañana, cuando se case, si es que sigue viviendo en el barrio, se convertirá en clienta de segunda o tercera generación. A Jesús, que empezó de dependiente en una carnicería hasta que consiguió hacerse con el puesto, le preocupa el envejecimiento del barrio, el que las hijas de sus clientas se vean forzadas a irse a vivir a las Chimbambas después del matrimonio por los precios de las viviendas de la zona. Menos mal que a espaldas del mercado, en las proximidades de la Castellana, se van construyendo nuevos edificios y una nueva clientela comienza a descubrir los encantos del viejo mercado.Con el mandil verdinegro, emblema de su oficio, Jesús Martín nos guía a través del laberinto del mercado que cuenta desde hace tiempo con una sala de despiece y con dos aparcamientos en la planta baja, que se comunica con la primera por un flamante ascensor. Jesús está orgulloso de su mercado, "uno de los más grandes de España", y de la asociación de comerciantes del mismo, la primera en su género que en alguna ocasión ha realizado campañas de promoción en defensa de la plaza y del gremio. La asociación tiene instalado un pequeño quiosco de información al consumidor en el centro del mercado, muy cerca de un improvisado tablón de anuncio en el que ofrecen sus servicios un cocinero experto en menús y banquetes nupciales y un ciudadano filipino que sabe limpiar y cocinar. "Los españoles también sabemos" ha escrito un patriota anónimo, junto al mensaje.

Nada más atravesar la espaciosa rampa de acceso al edificio abren sus puertas una docena de comercios y bazares, ropa de trabajo y de calle, lencería o electrodomésticos. Entre los puestos del mercado propiamente dicho, entre frutas y verduras de primera y "carnes con carné", como reza un rótulo publicitario, un comercio de tejidos expone su muestrario de corsetería, y, embutido entre productos comestibles y perecederos, un mínimo taller de joyería exhibe sus fulgores perennes y dorados. Entre las cosas que permanecen inmutables y ancladas en el tiempo figuran paradójicamente los calendarios clavados en las paredes de los establecimientos, calendarios comerciales con reclamos de señoritas más o menos ligeras de ropa pasando entre hortalizas y pámpanos o junto a inocentes terneros o corderillos que se salvaron momentáneamente del hacha del carnicero a causa de su fotogenia. También hay calendarios con bodegones y con vírgenes, como los que convierten en improvisada capilla una pequeña mantequería.

El paisaje olfativo, muy disminuido a causa de la mencionada asepsia, apenas se altera en la bien provista quesería con olorosos productos nacionales y de importación. Sólo las plantas del herbolario consiguen traspasar los umbrales con sus silvestres aromas entremezclados. En los tarros alineados en sus anaqueles se citan el regaliz, el malvavisco, el marrubio y la corteza de encina, raíces y hierbas para curar el cuerpo de los excesos gastronómicos, para tonificar o aliviar el espíritu de las tensiones cotidianas induciendo al más reparador de los sueños.

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