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Otra historia

El cincuentenario de la liberación de Francia se ha conmemorado con unos fastos y unas evocaciones que obligan a remover la memoria y a recomponer el pasado. Celebraciones oficiales, desfiles militares de imperial añoranza, movilización de los medios y campaña propagandística de la soporífera televisión francesa han hecho palidecer los recuerdos y tambalear los esquemas.Francia fue invadida y ocupada por el Ejército alemán meses después de haberse iniciado la guerra en el frente oriental, y permaneció bajo dominio nazi hasta mediados de 1944, en que los aliados desencadenaron la ofensiva de Normandía, por el norte, a principios de junio, y posibilitaron decisivamente el desembarco de Provenza, en el sur, dos meses más tarde.

La ocupación hitleriana se llevó a cabo, en la práctica, sin encontrar resistencia, con un Ejército francés intacto, fiel al Gobierno colaboracionista de Vichy, en su mayor parte. Entre la población civil hubo un sector, nada despreciable, de declarada militancia fascista, que colaboró activamente con los alemanes, y una gran mayoría de ciudadanos pasivos que soportaron las vejaciones nazis, aunque sin enfrentarse a ellas. París fue tomada de la noche a la mañana ante la indiferencia y el estupor de sus habitantes, pero no contra su oposición. Todas esas escenas de aguerridos combatientes urbanos a que nos tiene acostumbrado el cine son del último cuarto de hora.

Tan poco edificante actitud tuvo algunas excepciones. El maquis, la Resistencia clandestina, mayoritariamente compuesta por militantes antifascistas de izquierda -comunistas, socialistas-, con demócratas beligerantes, que, sobre todo, en las postrimerías de la ocupación consiguió una cierta capacidad de respuesta. En Francia no hubo defensas heroicas, como la de Varsovia, ni batallas terribles, como en Rusia, ni un pueblo en armas, como en Yugoslavia.

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La Francia republicana y revolucionaria fue liberada por extranjeros. Los herederos de Robespierre y del racionalismo ilustrado tuvieron que esperar a que llegaran los rudos y simples americanos, los conservadores y tradicionales británicos, los negros y norteafricanos de las colonias, que jamás habían pisado suelo francés, y los rojos combatientes españoles para que las tropas de Hitler perdieran su hegemonía cuando ya la guerra estaba decantada en favor de los aliados y el Ejército teutón era presa de la desmoralización. Paradojas de la vida.

De Gaulle, que es el principal artífice de la Francia contemporánea, apareció entonces desde su exilio londinense como una fulguración, iniciando una operación de cambio de imagen que todavía hoy continúa, y que, a juzgar por los jubileos evocativos de este verano, ha conseguido darle la vuelta a la historia. Y así, Francia vivió la guerra en una gran humillación que ha sabido, con el paso de os años, convertir en una extraordinaria victoria militar.

No creo que haya ningún otro pueblo en el mundo capaz de semejante transmutación, de al habilidad cosmética, de una tan grande inteligencia para olvidar el pasado inconveniente, creando, a partir de él, una ilusión halagadora. Otra nación habría sucumbido durante mucho tiempo. Si hubiera sucedido en España semejante afrenta estaríamos todavía en plena crisis de abatimiento, en una exhibición de penitencias colectivas de imborrable consumación. Francia, no. Su pujanza, su armonía, su atracción actuales, son el resultado de esa voluntad conjunta de olvidar lo negativo, de fabricar ensueños, de unificar proyectos.

De Gaulle se dedicó durante muchos años, con el aplauso de todos, a modelar la idea de una Francia vencedora, y cuando ya tuvo madurado el propósito menospreció a sus antiguos liberadores, expulsó a los americanos, vetó a los británicos la entrada en el Mercado Común, fabricó la bomba atómica y creó una estela de independencia, de arrogancia pulida, de patriotismo invicto, que a todos los franceses satisface.

Y no se equivoque el lector con mis comentarios. No hay en ellos una brizna de desdén. Yo también he formado parte de los reductos afrancesados. Y siento por toda esta grandísima operación de camuflaje, más que irreverencia, admiración. Hay que saber hacerlo, saber creérselo, y saber hacer que los demás finjan que se lo creen.

Incluso nosotros, que hemos sido tan deformados con los tópicos de Merimée que hay siempre reservados para lo español en el fondo de la conciencia francesa. No fueron ajenos a la victoria sobre los nazis los españoles. Y, sin embargo, De Gaulle disimulé una sorpresa cínica cuando presidió el desfile de la liberación en Toulouse y vio aparecer a una tropa de desharrapados, vestidos con uniformes alemanes capturados en combate, que marchaban orgullosamente al final de la formación. Eran los rojos españoles que habían peleado por la libertad de Francia.

Y cuando el general Le Clerc, por cortesía de las tropas aliadas que rodeaban la capital y le cedieron el honor de entrar el primero, apareció en París con su división, muchos de sus tanques iban tripulados por españoles que Franco había condenado al desamparo más absoluto. Y hasta cuando terminó la guerra y Francia quiso reemprender una aventura colonial en Asia, en una empresa de miopía histórica, mandó en primer lugar a la Legión Extranjera, que estaba compuesta en 1946 por un 60% de españoles. Y que tuvo en la guerra de Indochina 10.000 muertos.

Hoy vemos una Francia acogedora que ha tenido el buen gusto de reconstruir primorosamente todas las ciudades, todos los pueblos destruidos por la aviación americana, casi siempre en el avance contra los alemanes, y nadie habla de lo que es desagradable al oído. Europa vive un periodo de paz como no ha conocido nunca en su historia. Y Francia sigue teniendo la suerte y la agudeza de saber cultivar su centralidad. Los alemanes pasean civilizadamente por sus calles, por su campiña, ajenos al drama que desencadenaron hace medio siglo. Es reconfortante. ¿Cómo ese pueblo tan racional, tan laborioso, tan ordenado, pudo ponerse entonces en manos de un criminal locoide y desencadenar aquella catástrofe gigantesca?

Una enfermera de la Resistencia, salvada a última hora de un, pelotón de fusilamiento nazi, decía en uno de estos pro gramas de televisión que ahora conoce a algunos alemanes y que no se explica lo que paso, que ella no tiene odio, que mira siempre hacia delante, que todos los hombres pueden ser verdugos. Ya no puedo pararme en lo que hicieron los nazis, solamente, comentaba, porque nosotros también lo hicimos después en Argelia, y los americanos lo hicieron en Vietnam.

Luis Saavedra es profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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