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'Grandeur'

Kundera escribió La inmortalidad bajo el impulso de la entronización de Mitterrand como presidente de la República Francesa en su primer mandato. Esa misma imortalidad es la que hace dos días el presidente francés ha vuelto a reescribir, a través de una entrevista concedida a France 2: en ella, el estadista ha esculpido en rayos catódicos su propia efigie funeraria. Impresiona el desparpajo con el que este hombre habla de su propio final. Al respecto se muestra bastante más difuso el entrevistador, que utiliza eufemísticos circunloquios como el de "tratamiento fatigante" para referirse a la quimioterapia, que el propio entrevistado cuando ordena a la Providencia que le dé tiempo hasta mayo para desaparecer: "Es una obligación que contraje cuando pedí a los franceses que me eligieran". Algunos días antes había pronunciado lo que bien podría constar en su epitafio: "No, es la muerte lo que me preocupa, sino dejar de vivir".Pero Mitterrand no se conforma con cincelar su enorme retrato. Es la misma Historia la que debe cambiar de rumbo tras el paso del estadista por ella. Las revelaciones sobre su colaboración con el régimen de Pétain, que han hecho chirriar los fundamentos de la izquierda francesa, no parecen un ataque a traición del libro de Pierre Déan, sino nuevamente un suministro bien calculado por parte del presidente. Antes de que alguien se atreva a reescribir esa historia, es el propio empereur quien la afronta. Poco importa que sus explicaciones en televisión hayan resultado confusas. A los historiadores les tocará dilucidar todas las sombras con las que el mito resistente ha recubierto la verdad, pero, mientras, Mitterrand habrá conseguido su auténtico objetivo: reconciliarse con su propio tiempo. Ahí está la diferencia de estatura política entre quien cree erróneamente que lo tiene todo atado y bien atado y quien sabe que lo tiene.

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