Las semillas del crimen
Hace pocos días, en una calle de Chicago, alguien salió de las sombras de la noche y comenzó a disparar salvajemente a un grupo de adolescentes que estaban jugando en un patio. Cuando el tiroteo cesó, una niña de 14 años yacía muerta en el suelo con un tiro en la cabeza. El asesinato de esta joven ha conmocionado fuertemente a este país. Lo grave de este caso no fue tanto la tierna edad de la víctima como la edad incluso menor del homicida, Robert Sandifer, un niño de 11 años.Tres días más tarde, la búsqueda del inculpado concluyó debajo de un puente, donde se encontró su cuerpo sin vida en un charco de sangre y barro con un tiro en la nuca. Según la policía, Robert pertenecía a una cuadrilla de pistoleros y tenía antecedentes penales que podrían ser perfectamente los de un malhechor veterano. A los tres años fue abandonado por su madre soltera de 18 años y su cuerpo ya estaba marcado por múltiples cicatrices de quemaduras de cigarrillos.
Dos hermanos, de 14 y 16 años, han sido acusados ahora de la muerte de Robert. Ambos eran miembros de la misma banda que puso una pistola en sus pequeñas manos y lo empujó al mundo adulto de violencia y de muerte.
Durante mucho tiempo se pensó que los seres humanos estábamos dominados por un gen maléfico de destrucción que nos llevaba irremediablemente hacia nuestro aniquilamiento. Hoy sabemos que la agresión maligna no es un instinto. Las semillas del talante violento y antisocial se siembran y se cultivan durante los primeros años de la vida, se desarrollan en la infancia y suelen comenzar a dar sus frutos dañinos a principios de la adolescencia.
Las comunidades de Occidente se enfrentan actualmente a una epidemia de crimen juvenil sin precedentes en su historia. La delincuencia violenta y criminal por parte de menores se ha convertido en una pesadilla colectiva incomprensible, en una penosa obsesión común. En Norteamérica, por ejemplo, donde la violencia es endémica, a pesar de que el índice de delitos violentos se ha mantenido estable desde 1990 y la población general de adolescentes ha disminuido, los homicidios perpretados por gente joven han aumentado el 124% en los últimos cuatro años. De los 24.500 asesinatos que se cometieron en 1993, por lo menos 3.420 víctimas fueron ejecutadas por menores de 18 años.
La repulsa general de esta chocante realidad explica el hecho de que una de las cláusulas más importantes de la notoria ley anticrimen, impulsada por el presidente Bill Clinton, sea permitir juzgar como adultos a menores de 13 años acusados de asesinato, violación o robo a mano armada.
Existen condiciones patológicas individuales que predisponen a conductas agresivas: ciertos daños cerebrales, algunos trastornos mentales y las alteraciones del aprendizaje que interfieren con la capacidad de autocontrol. La hormona masculina, testosterona, también juega un papel en estos comportamientos, lo que explica en parte el hecho de que, de cada 10 crímenes violentos, nueve sean cometidos por varones.
De todas las hipótesis que se barajan sobre el crimen, ninguna ha ocasionado debates tan apasionados como la influencia de la estructura familiar en la formación del delincuente. Desde principios de siglo se ha expresado con creciente fervor moral la alarma de que las familias rotas por la separación, el divorcio o la muerte de uno de los padres constituyen el medio más fecundo para el desarrollo de la personalidad antisocial. El problema es que los defensores de esta teoría no suelen considerar la proporción mucho mayor de estos hogares que no producen criminales. Sospecho que estos análisis reflejan más un compromiso ideológico con el modelo de hogar tradicional que un intento serio de abordar las verdaderas fuentes del crimen.
El origen del criminal violento no radica en los nuevos modelos familiares o en las familias monoparentales, sino en los hogares patológicos azotados por el abuso, la explotación, el abandono, la inseguridad y las humillaciones. En las familias vapuleadas por los continuos malos tratos psicológicos y físicos y por la carencia absoluta de adultos que sirvan de modelos positivos con quienes los pequeños se puedan identificar. Las criaturas que crecen en este ambiente opresor se vuelven emocionalmente insensibles a estos horrores. Asumen que la fuerza es el único camino para resolver incluso las más pequeñas contrariedades o frustraciones de la vida diaria.
El crimen también florece donde reinan el desequilibrio entre aspiraciones y oportunidades o desigualdades económicas muy marcadas. Igualmente fecundas son las subculturas de la droga, el alcoholismo, la discriminación, la pobreza, el desempleo, el fácil acceso a las armas, un sistema escolar inefectivo y una política penal deshumanizada y revanchista.
Otro fértil caldo de cultivo para la proliferación del crimen es la anomia: un estado de desintegración cultural caracterizado por el desmoronamiento de los valores sociales, las reglas morales y las pautas de comportamiento. Esta condición patológica colectiva se produce cuando las exigencias vitales de las personas de identidad, autoestima y realización no se satisfacen durante un largo periodo de tiempo. Como consecuencia, estas necesidades se frustran y al cabo del tiempo se atrofian y desaparecen.
Los medios de comunicación, particularmente la televisión, alimentan las raíces del crimen violento con ráfagas de estímulos que ensalzan la agresión amoral o impulsan un falso romanticismo de conductas aberrantes sociopáticas. También fomentan la violencia los argumentos que celebran la agresión como método predilecto para solventar conflictos y las escenas que difuminan las fronteras entre los fines y los medios o borran los límites entre el bien y el mal.
Especialmente efectivos son los mensajes que refuerzan los estereotipos negativos, deshumanizantes y desesperanzadores de los jóvenes -sobre todo de los grupos minoritarios- A la larga, estos programas terminan convenciendo a estos mismos colectivos de que no tienen otro destino que la marginación ni otra salida que la delincuencia. El resultado es la institucionalización de un proceso de condicionamiento social de trágicas consecuencias. No podemos perder de vista la funci6n esencial que ejerce el grupo antisocial organizado en el proceso de supervivencia y de adaptación de tantos jóvenes que crecen traumatizados, indefensos, desahuciados, sin moral ni esperanza. Al unirse al agresor, estos adolescentes encuentran por primera vez significado y propósito en sus vidas, y adquieren un sentido de identidad y de poder que nunca experimentaron.
¿Qué podemos hacer? En mi opinión, esta marea sangrienta de delincuencia juvenil ni es casual ni es incontrolable o inevitable. Se puede contener. Muchos de los factores que contribuyen a su existencia están en nuestras manos. Quizá nuestro objetivo más inmediato sea lograr la convicción social, profunda y bien informada de que las más costosas y fatídicas semillas del crimen son la mutilación del espíritu de un niño y la deformación de su carácter por medio de la violencia. Porque semejantes daños socavan en el pequeño los principios vitales del respeto por la dignidad humana, de la compasión hacia el sufrimiento y del valor de la vida, sin los cuales su comportamiento futuro está destinado a la psicopatía y a la destrucción.
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