La rabieta del maestro
Lamento que mi escrito Filosofía, poder y sospecha (EL PAÍS, 1 de septiembre) haya arrancado al señor Savater de su estudioso retiro para hacerle poner su gritito peleón en este periódico (3 de septiembre). El hecho me sorprende. Primero, si mi prosa es de verdad "estomagante" y "ortopédica" y mis argumentos no son sino el trasunto de una "fatuidad contrariada", ¿por qué esa patética exhibición de su lacerado ego? Además, ¿qué obsesión enfermiza le lleva a imputarme -a mí y a otros- sus mismos apetitos e intereses? Tranquilícese, por Dios: los míos están en sus antípodas, y yo no seré nunca un competidor de su triunfo torero. Quizá no se le "envidia" tanto como él presume y necesita.Segundo, el señor Savater asevera interesarse por la filosofía y su utilidad: he aquí una afición que yo no le sospechaba. Pero no hay injuria ni doblez en la mención que de él hago al ponderar la media aritmética de las opiniones. Se lo explico: si a Orfeo le atribuimos cien talentos canoros y a Marta Sánchez ninguno, la media aritmética es de 50, pero la gloria del primero permanece incólume. Pues bien, ¿quién soy yo para pronunciarme sobre un polígrafo como el señor Savater?
Aunque le coloquen junto a rivales o contertulios que a él le desagraden, su propia entidad como ensayista, articulista, novelista, columnista, polemista, autoapologista, cronista de sociedad, dramaturgo o consejero para adolescentes de clase media no se ve por ello menoscabada en lo más mínimo. El conjunto sigue intimidando a cualquiera, en Cambridge y en Petersburgo.
Sin embargo, como personaje público y como trasegador multimediático de opiniones, no debería quizá reaccionar con tan maleducada susceptibilidad si se ha convertido en inevitable punto de referencia en la ecología cultural de la España presente. El señor Savater es un síntoma y un síndrome. Aquí no hay afrenta ni sorna; sólo un poco de melancolía: la del esfuerzo inútil. Por eso y por mi parte, el incidente concluye aquí.-