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Reportaje:

Fuego bendito

La Virgen de la Cigüeñela desfila entre hogueras y ante coches de bomberos

Huele a paja quemada. En los alrededores de la pequeña ermita de Fuente el Saz (2.800 habitantes) no se ven más que llamas que consumen las últimas espigas secas de cereal. Humo y gente, mucha gente. Cuando el humo empieza a hacer llorar los ojos y la proximidad de las llamas enrojece las caras, la Virgen de la Cigüeñela sale de la ermita. Seis vecinos del pueblo la llevan. Es 6 de septiembre y la tradición, desde hace cuatro siglos, ordena que la Virgen vaya hasta la iglesia parroquial rodeada de hogueras. Antaño se hacía para iluminar los tres kilómetros de camino campo a través. Hoy, los costaleros caminan sobre el asfalto de la carretera, la luz eléctrica ilumina a la imagen, y el fuego, que llega hasta donde alcanza la vista, es puro espectáculo. Un fuego atávico.Jóvenes y niños con fardos de papeles en las manos, los bolsillos llenos de cajas de cerillas y pañuelos puestos en bandolera cubriendo la nariz y la boca; y mujeres, sobre todo las de más edad, vestidas de domingo. Junto a las tapias del camposanto que rodea el templo esperan, junto a la banda de música, dos ambulancias, cuatro camiones de bomberos y otros tantos de los hombres del tricornio y de Protección Civil.

Tras el paso de la Virgen, un grupo de mujeres canta una salve. A los lados sólo se ve humo, llamas, hogueras y las sombras de los chavales que tratan de avivarlas. En los arcenes, los más tímidos prenden los rastrojos con cerillas de palo largo. Da la sensación de estar atravesando un país en guerra. Uno no sabe si participa en una hermosa tradición o en un paseo para masoquistas,

Los vecinos de Fuente el Saz instruyen a sus hijos en la mejor forma de prender los montones de madera y cartón que ha apilado el Ayuntamiento, y se puede oír a una madre preguntando a su vástago: "¿Qué quieres, quemar algo? ¡Vamos a buscar algo que incendiar!". Mientras, el juez de paz del pueblo, Leandro Rodríguez, narra a los forasteros cómo dos cigüeñas encontraron a la Virgen en una junquera sobre la que ahora está el altar de la ermita. "Las cigüeñas escarbaban en la tierra y no se iban cuando las asustaba el pastor. Se acercó y vio que había una imagen de María. Fue al pueblo a comunicárselo a la autoridad, se construyó la ermita y empezaon las romerías", cuenta Leandro Rodríguez.

A mitad de camino aparecen los primeros chalés junto a la carretera. Sus dueños viven la fiesta de otra manera, manguera en mano intentan evitar que el fuego penetre en sus fincas o las llamas dañen sus árboles. Mari Ángeles se queja mientras acarrea cubos de agua: "Será una tradición y todo eso, pero se pasan un montón. El Ayuntamiento les advierte que quemen sólo al paso de la Virgen, pero descontrolan mucho y lo queman tode. Llevamos toda la tarde regando y con los aspersores puestos".

Al entrar en el casco viejo siguen a la Virgen de la Cigüeñela más de 3.000 personas que se paran y aplauden cuando comienzan a subir los primeros cohetes del castillo de fuegos artificiales. Unas calles más allá vuelven a detenerse, y Manuel Rodríguez, el del supermercado, enciende su traca. Cada año se gasta 30.000 pesetas de su bolsillo en comprar pólvora y un árbol de pirotecnia para la Virgen. La imagen de la Cigüeñela atraviesa algunos arcos de fuego antes de entrar en la iglesia, donde, después de todo esto, sorprende oír a una madre reprendiendo a su hijo: "¡Apártate de las velas que te puedes quemar!".

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