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Septiembre de caballería

Ese vago pero proteico rumor como de máquina desengrasándose que se escucha estos días cuando uno se acerca a Madrid desde relativamente lejos no es el tráfico, en contra de lo que dicen los pesimistas, ni tampoco, según el tópico, el mal genio de quienes han tenido que regresar con el fin de agosto. Es la inteligencia, que regresa. No sin esfuerzo: muchos conspiran todos los veranos para que no lo haga nunca más, o al menos lo haga inofensivamente, para que sea una inteligencia escéptica, o memorística, o de pensamiento débil, o de nueva cocina francesa, o cualquier otra cosa aburrida e inútil.Y los encargados de ponerla en marcha son los estudiantes. Sí, ese grupo de rehenes que se han tenido que quedar para hacer en un mes lo que no les dio la gana hacer en nueve -no entro en sus razones, que darían para radionovelas más que para artículos-, y que mal que les pese, a ellos y a sus jueces, nos redimen. Maldito lo que les importa. Pero nos redimen.

Es un poco como lo de aquellos condenados de las películas, a quienes dan la oportunidad de escapar del patíbulo -minúscula, pero oportunidad al fin- si van y vuelan un castillo repleto de canallas que se encuentra en lo alto de un peñasco aislado por un mar de tiburones y protegido por un cañón que ya hubiese querido Julio Verne. Aunque los estudiantes condenados preferirían estar en otra parte -no estoy seguro de que sea precisamente en las playas aceitosas, discotecas para sordos y cocoteros del Caribe que les venden los traficantes de lugares comunes, o sea toda una nación de horteras-, no les queda más remedio que levantarse temprano, enfilar el mono y sacarle punta al lápiz, aunque usen Bic. Quiero decir que eso que parecen trabajos forzados -estudiar derecho romano, resolver ecuaciones escandalosamente inútiles o ponerse al día en prácticas que huelen a pescado viejo- es en realidad un traba o de vanguardia, avanzadilla, y al igual que con el exterminio de los canallas del castillo, a lo mejor determina el curso de la guerra... y nos salva.

Pocos parecen darse cuenta de que a la altura de mayo, junio, comienza una invasión retórica y amenaza letal que se ampara. en los aliados más naturales que quepa imaginar: el Sol y su hijo Sudor, los guerreros más viejos del mundo -¿acaso no los usó ya Arquímedes para incendiar las naves de romanos que cercaban Siracusa?-, de eficacia indiscutible. Con la ayuda de una quinta columna por lo menos tan numerosa como la densa muchedumbre que vende lugares comunes -de hecho son los mismos-, Sol y Sudor desarman a casi todo Occidente y parte de Oriente en lo que sin duda es una conflagración mundial. No hay más muertos que los del tráfico y los provocados por algún ciclón, y como aquéllos son habituales y los del ciclón sólo son chinos, nadie hace mucho caso.

En lo que a Madrid concierne la rendición es rápida, pues Sol y Sudor aprietan. Las condiciones del armisticio sé hacen sentir muy pronto. Son duras: cierran las bibliotecas y los teatros, se distribuye garrafón y música idiota en las terrazas, las librerías venden literatura kleenex, la más adecuada para el calor, dicen, el cine se repite, el fútbol cede el campo a los gerentes para que digan a quién van a comprar y a quién despedir, y la televisión, muy enferma ya, muy infiltrada desde siempre por la propaganda enemiga y es muy posible que columna vertebral de la desvertebración y el desarme, se quita la careta con el impudor de los traidores e intenta neutralizar cualquier foco de resistencia entre los nativos; purga a fondo cualquier indicio de imaginación o humilde amago de pensamiento, aunque sea en un programa de adivinanzas. Como la opresión es siempre obtusa (y avara) se deja (bien es verdad que al alba y accesibles sólo a los ricos informados y con vídeo), algunas películas antiguas que mantienen encendida en lo más profundo de la noche de agosto la llama de la rebelión; de momento no es más que una cerilla. La desesperanza cunde.

Con el cuento de que estamos en guerra, el mundo se simplifica. Discípulos del Gran Hermano, los propietarios del lugar común opresor dividen el mundo entre ellos y nosotros: los que están de vacaciones y los que no, y entre aquéllos, una primera clase que es la náutico-marbellí (hace falta tener poca imaginación), y una segunda que son los que visitan el pueblo de sus padres. Pero como a menudo sucede en las guerras modernas, y ésta lo es como ninguna, casi nadie sabe que se trata de una guerra. Es más, la mayor parte cree que es un tiempo de vacaciones, sin darse cuenta de que vacaciones es a menudo sinónimo de desarme: en vacaciones se creyeron en Troya cuando les dejaron el caballo en la playa, en vacaciones en la República cuando se sublevó el Ejército de África, y casi ya en septiembre, septiembre de esperanza, el 25 de agosto, cuando los estudiantes de la Resistencia se tiraron a la calle hace 50 años para contribuir a echar a los últimos alemanes de París.

A lo mejor esos estudiantes estaban preparando sus exámenes de septiembre. No importa: como tantas generaciones de anónimos condenados que traen todos los años de vuelta la inteligencia, cuando mucho en torno parecía indicar que se había ido, esos estudiantes merecen nuestro homenaje. Aunque suspendan.

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